Desde que tengo uso de razón, siempre me ha parecido que algo no encajaba del todo. El sistema falla. No se sostiene. No hablo de sostenibilidad (que también) hablo de valores e hipocresía. Vivimos en un mundo que refleja el éxito de todo lo que despreciamos y hunde lo que decimos adorar. Lo único que impera en un sistema como el nuestro es competir, haciendo las trampas que se puedan, para pisar al vecino y conseguir más que él. Vivimos una farse de democracia que más bien es una cleptocracia, sustentada en el cretinismo general y que sólo mantiene su tren de vida, a costa del sufrimiento de tres cuartas partes del planeta, a las que hemos tenido explotadas. Ahora que eso se difumina, se nos cae el chiringuito encima.
Nos pasamos la vida oyendo lo de la oportunidad de igualdades para comprobar que las cartas están repartidas desde el nacimiento. Y muy mal repartidas. Oímos que el trabajo realiza, pero por norma, trabajamos en trabajos de mierda que odiamos, para ganar dinero con el que comprar cosas que no necesitamos, con las que impresionar al resto de la gente (que no conocemos). Somos profundamente infelices, porque el ser humano sólo alcanza la felicidad plena sintiéndose útil a los demás y compartiendo, y la medida del éxito social va por otro lado muy distinto. La gente se vuelve mezquina en nuestro sistema, acaba drogándose, sola, fracasando en sus relaciones, odiando a su comunidad, abandonando a sus mayores. Con tasas de depresión y suicidio desconocidas en sociedades pobres, con menos lujos y mayor penuria. Lo dicho, nuestro sistema apesta.
Sin embargo, solucionarlo es muy difícil. Pues el comunismo, un conjunto ideológico muy bien intencionado en principio, muestra su cara más fea en cuanto la gente se ilusiona e intenta aplicarlo. El fusilamiento de los zares rusos, las revueltas revolucionarias sudamericanas y retrocediendo más en el tiempo, la toma de la bastilla y el guillotinamiento de la casta francesa, son ejemplos de algo bueno que ha acabado de muy mala manera. Los franceses acabaron regando con su sangre media europa, Napoleón mediante. Los rusos con genocidas psicópatas como Stalin derrochando sus vidas y condenándolos a la esclavitud y el hambre y los sudamericanos en dictaduras militares o regímenes populistas, que no han mejorado nada la calidad de vida de la gente. Por no hablar de la revolución china de Mao, la dictadura castrista o la barbarie sectaria de Korea del norte. El comunismo ha traído desgracia a todo aquel pueblo valiente, que en busca de justicia y un sistema mejor, ha intentado aplicarlo.
Pues bien, la razón de este fracaso parece ser, ni más ni menos, que el ser humano es lo peor. Pese a casos aislados de altruismo y búsqueda del bien general, el común de los mortales es un cáncer para el resto y lo demuestra en cuanto se le da la oportunidad. El hombre es un lobo para el hombre y la visión del buen salvaje no se corresponde con la realidad, sino con unas pocas excepciones. Al menos así lo refleja este extracto de "La rebelión de Atlas" en la que explican cómo reacciona la gente ante un sistema bienintencionado. La educación o la política española de hoy en día también son un buen ejemplo, así como las ayudas sociales y el funcionamiento de la iglesia católica (¿Puede haber algo mejor intencionado?). Pues eso, que el ser humano es lo peor y el capitalismo el sistema que mejor funciona, porque se adapta como anillo al dedo a la escoria moral que nos caracteriza como especie. Menos mal que hay honrosas excepciones, porque cuanto más entiendo al ser humano, más misántropo me vuelvo y tengo que recurrir a mis seres cercanos (sobre todo a los elegidos por mí) para compensar esa percepción.
Os dejo aquí el extracto para que os ayude a reflexionar ;)
"-En la fábrica donde trabajé veinte años ocurrió algo extraño.
Fue cuando el viejo murió y se hicieron cargo sus herederos. Eran tres: dos
hijos y una hija que pusieron en práctica un nuevo plan para dirigir la
empresa. Nos dejaron votar y todo el mundo, o casi todo el mundo, lo hizo
favorablemente, porque no sabíamos en realidad de qué se trataba. Creíamos que
ese plan era bueno, o mejor dicho, pensamos que se esperaba de nosotros que lo
creyésemos bueno. Consistía en que cada empleado en esa fábrica trabajaría
según su habilidad o destreza, y sería recompensado de acuerdo a sus
necesidades. Nosotros... pero ¿qué le ocurre, señora? ¿Por qué me mira de ese
modo?
-¿Cómo se llamaba esa fábrica? – preguntó Dagny con voz apenas perceptible.
-Twentieth Century Motor Company, señora. En Starnesville, Wisconsin.
-Continúe.
-Votamos por el plan en una gran reunión a la que asistimos unos seis mil, es
decir, todos los que trabajábamos allí. Los herederos de Starnes pronunciaron
largos discursos, no demasiado claros, pero nadie hizo preguntas. Ninguno
estaba seguro de cómo funcionaría ese plan, pero todos pensábamos que nuestros
compañeros lo habían comprendido. Si alguien tenía dudas al respecto, se sentía
culpable y debía mantener la boca cerrada, porque todo aquel que se opusiera al
plan hubiese parecido un desalmado, al que no era justo considerar humano. Nos
dijeron que aquel plan significaba la concreción de un ideal muy noble. ¿Cómo
íbamos a pensar lo contrario? ¿No habíamos oído decir durante toda nuestra
vida, a nuestros padres y maestros, y a los pastores religiosos, leído en todos
los periódicos y visto en todas las películas, y escuchado en todos los
discursos públicos que aquello era recto y justo? Quizá nuestra conducta en la
reunión podía ser comprensible hasta cierto punto. Votamos por el plan, y
conseguimos lo previsto. Usted sabe, señora, que quienes trabajamos durante los
cuatro años del plan en la fábrica Twentieth Century somos hombres marcados.
¿Qué se supone que es el infierno? Maldad, pura y simple, ¿verdad? Pues bien,
eso es lo que vimos allí y lo que ayudamos a construir. Creo que estamos
condenados por eso y quizá no se nos perdone nunca...
"¿Sabe cómo funcionó aquel plan y cuáles fueron sus efectos en nosotros? –
continuó explicando el vagabundo –. Es como verter agua en un depósito en cuya
parte inferior hay un caño por el que se vacía con más rapidez de la que usted
lo llena y cada balde que echa dentro ensancha ese desagüe cada vez más,
entonces cuanto más uno duramente trabaja, más se le exige; primero trabaja
cuarenta horas semanales, luego cuarenta y ocho, y, más tarde, cincuenta y
seis, para pagar la cena del vecino, la operación de su mujer, el sarampión del
niño, la silla de ruedas de su madre, la camisa de su tío, la educación de su
sobrino, o para el niño que ha nacido en la casa de al lado, o el que va a
nacer; en fin para cuantos lo rodean, y que han de recibirlo todo, desde
pañales a dentaduras postizas, mientras uno trabaja desde el amanecer hasta la
noche, un mes tras otro y un año tras otro, sin tener más para mostrarles a
esas personas que el propio sudor, sin otra expectativa que la complacencia de
los demás para el resto de su vida, sin descanso, sin esperanza, sin fin... De
cada uno según sus capacidades, para cada uno de acuerdo con sus necesidades...
"Nos dijeron que formábamos una gran familia, que todos participábamos en
la empresa juntos, pero no todos trabajábamos ante la luz de acetileno diez
horas diarias, ni padecíamos a la vez un dolor de vientre. ¿Cómo establecer, de
un modo exacto, la capacidad de unos y las necesidades de otros? Cuando todo se
hace en común, no es posible permitir que cualquiera decida sobre sus propias
necesidades, ¿verdad? Si lo hace, pronto acabará pidiendo un yate, y si sus
sentimientos son los únicos valores en que podemos basarnos, nos demostrará que
es cierto. ¿Por qué no? Si no tengo derecho a tener un auto, hasta que caiga en
una sala de hospital por haber trabajado para proporcionarle un coche a cada holgazán
y a cada salvaje del mundo, ¿por qué no puede exigirme también un yate, si aún
sigo de pie, si no he colapsado? ¿No? ¿Por qué no? Y entonces, ¿por qué no
exigirme también que prescinda de la crema de mi café, hasta que él haya podido
pintar su habitación...? ¡Oh, bien!... Acabamos decidiendo que nadie tenía
derecho a juzgar sus propias necesidades o sus propias convicciones, y que era
mejor votar sobre ello. Sí, señora, votábamos en una reunión pública que se
celebraba dos veces al año. ¿De qué otro modo podíamos hacerlo? ¿Imagina lo que
sucedía en semejantes reuniones? Bastó una sola para descubrir que nos habíamos
convertido en mendigos, en unos mendigos de mala muerte, gimientes y llorones,
ya que nadie podía reclamar su salario como una ganancia lícita, nadie tenía
derechos ni sueldos, su trabajo no le pertenecía sino que pertenecía a ‘la
familia’, mientras que ésta nada le debía a cambio y lo único que podía
reclamarle eran sus propias ‘necesidades’, es decir, suplicar en público un
alivio a las mismas, como cualquier pobre cuando detalla sus preocupaciones y
miserias, desde los pantalones remendados al resfriado de su mujer, esperando
que ‘la familia’ le arrojara una limosna. Tenía que declarar sus miserias,
porque eran las miserias y no el trabajo lo que se había convertido en la
moneda de aquel reino, así que se convirtió en una competencia de seis mil
pordioseros, en la que cada uno reclamaba que su necesidad eran peor que la de
sus hermanos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? ¿Quiere saber lo que ocurrió?
¿Quiere saber quiénes mantuvieron la calma, sintiendo vergüenza y quiénes se
aprovecharon de la situación?
"Pero eso no fue todo. En la misma reunión se descubrió otra cosa. La
producción de la fábrica había disminuido en 40 por ciento en el primer
semestre, y se llegó a la conclusión que alguien no había trabajado ‘de acuerdo
con su destreza o capacidad’. ¿Quién era? ¿Cómo averiguarlo? La ‘familia’ votó
también sobre eso. Así se determinó quiénes eran los más capacitados, y a éstos
se los sentenció a trabajar horas extra cada noche durante los siguientes seis
meses. Horas extras sin paga, porque no se pagaba por el tiempo trabajado, ni
por la tarea realizada, sino tan sólo según las necesidades.
"¿Quiere que le cuente lo que sucedió después? ¿Y en qué clase de seres
nos fuimos convirtiendo, los que alguna vez habíamos sido seres humanos?
Empezamos a ocultar nuestras capacidades y conocimientos, a trabajar con
lentitud y a procurar no hacer las cosas con más rapidez o mejor que un
compañero. ¿Cómo actuar de otro modo, cuando sabíamos que rendir al máximo para
‘la familia’ no significaba que fueran a darnos las gracias ni a
recompensarnos, sino que nos castigarían? Sabíamos que si un sinvergüenza
arruinaba un grupo de motores, originando gastos a la compañía, ya fuese por
descuido o por incompetencia, seríamos nosotros los que pagaríamos esos gastos
con horas extra y trabajando hasta los domingos. Por eso, nos esforzamos en no
sobresalir en ningún aspecto.
"Recuerdo a un joven que empezó lleno de entusiasmo por ese noble ideal,
un muchacho brillante, sin estudios, pero con una inteligencia asombrosa. El
primer año ideó un plan de trabajo que nos ahorró miles de horas-hombre y lo
entregó a ‘la familia’, sin pedir nada a cambio, aunque tampoco hubiera podido
hacerlo. Se portó como creía correcto, lo hacía por el ideal, según dijo. Pero
cuando en una votación lo declararon el más inteligente de todos, y lo
sentenciaron a trabajar de noche porque no habíamos conseguido extraerle aún lo
suficiente, cerró la boca y el cerebro. Le aseguro que el segundo año no aportó
ninguna idea nueva.
"¿Qué era eso que siempre nos habían dicho acerca de la competencia
descarnada del sistema de ganancias, donde los hombres debían competir por ver
quién realizaba mejor trabajo que sus colegas? ¿Cruel, no es así? Deberían
haber visto lo que ocurría cuando todos competíamos por realizar el trabajo lo
peor posible. No existe medio más seguro para destruir a un hombre, que ponerlo
en una situación en la que no sólo desee no mejorar, sino que, además,
día tras día se esfuerza en cumplir peor sus obligaciones. Dicho sistema acaba
con él mucho antes que la bebida o el ocio, o el vivir haciendo malabares para
tener una existencia digna. Pero no podíamos hacer otra cosa, estábamos condenados
a la impotencia. La acusación que más temíamos era la de resultar sospechosos
de capacidad o diligencia. La habilidad era como una hipoteca insalvable sobre
uno mismo. ¿Para qué teníamos que trabajar? Sabíamos que el salario básico se
nos entregaría del mismo modo, trabajáramos o no, recibiríamos la ‘asignación
para casa y comida’, como se la llamaba, y más allá de eso no había chances de
recibir nada, sin importar el esfuerzo. No podíamos planear la compra de un
traje nuevo para el año siguiente porque quizá nos entregarían una ‘asignación
para vestimenta’, o quizá no. Dependía de si alguien no se rompía una pierna,
necesitaba una operación o traía al mundo más niños, y si no había dinero
suficiente para adquirir ropas nuevas para todos, no lo habría para nadie.
"Recuerdo a cierto hombre que había trabajado duramente toda su vida
porque siempre había querido que su hijo fuera a la universidad. Bueno, el
muchacho terminó la secundaria durante el segundo año del plan, pero ‘la
familia’ no quiso entregar al padre ninguna asignación para que siguiera sus
estudios. Dijeron que su hijo no podía ir a la universidad hasta que hubiera
suficiente dinero para que los hijos de todos pudieran hacerlo. El padre murió
al año siguiente en una riña de bar. Una pelea sobre nada en particular, en la
que salieron a relucir navajas. Ese tipo de altercados se estaban haciendo muy
frecuentes entre nosotros.
"También, había un viejo viudo y sin familia que tenía una afición: los
discos fonográficos. Creo que era todo cuanto pudo desear conseguir de la vida.
En otros tiempos solía ahorrar en comida para poder comprar algún disco nuevo
de música clásica. Pues bien: no le dieron "asignación" para discos
por considerarlo ‘un lujo personal’ pero durante esa misma reunión, una niña fea
y desagradable, de ocho años, llamada Millie Bush, que era la hija de alguno,
consiguió que votaran para comprarle un par de aparatos de oro para sus
dientes, porque se trataba de una ‘necesidad médica’ según el psicólogo que
consideró que sino se enderezaban sus dientes, la niña tendría un complejo de
inferioridad. El viejo amante de la música se dio a la bebida, hasta tal punto
que rara vez lo veíamos sobrio. Pero había algo que no podía olvidar. Cierta
noche, mientras se tambaleaba por una calle, vio a Millie Bush y empezó a darle
puñetazos hasta dejarla sin un diente, ni uno solo.
"La bebida era lo único que nos proporcionaba algún consuelo y todos nos
volcamos a ella en mayor o menor grado. No pregunte de dónde sacábamos el
dinero. Cuando todos los placeres decentes quedan prohibidos, existen siempre
medios para llegar a los vicios. No se entra a robar a un bar durante la noche
ni se registran los bolsillos de un compañero para comprar sinfonías clásicas o
adquirir accesorios de pesca, pero sí para emborracharse y olvidar. ¿Accesorios
de pesca? ¿Escopetas de caza? ¿Cámaras fotográficas? No existían asignaciones
para ese tipo de pasatiempos. La ‘diversión’ fue lo primero que quedó
descartado.
"¿Es que acaso no se supone que uno debe avergonzarse por cuestionar
cuando alguien nos pide que dejemos algo que nos da placer? Hasta nuestra
‘asignación para cigarrillos’ quedó reducida a dos paquetes mensuales, porque,
según dijeron, el dinero debía usarse para comprar leche para los niños. La
producción de niños fue la única que no disminuyó, sino que, por el contrario,
se hizo cada vez mayor. La gente no tenía otra cosa que hacer y, por otra
parte, no tenían por qué preocuparse, ya que los niños no eran una carga para
ellos, sino para ‘la familia’. En realidad, la mejor posibilidad para obtener
un respiro durante algún tiempo, era una ‘asignación infantil’, o una
enfermedad grave.
"Pronto nos dimos cuenta de cómo funcionaba aquello. Quien quisiera jugar
limpio, tenía que privarse de todo, perder el gusto por los placeres, aborrecer
fumar o masticar chicle, preocupado de que hubiese alguien que necesitara más
esas monedas. Sentía vergüenza de la comida que tragaba, preguntándose quién la
habría pagado con sus horas extras, pues sabía que esa comida no era suya por
derecho propio y prefería ser engañado antes que engañar. Podía aprovecharse,
pero no hasta el punto de chupar la sangre de otro. No se casaba ni ayudaba en
sus hogares para no ser una nueva carga para ‘la familia’. Además, si
conservaba cierto sentido de la responsabilidad, no podía casarse y tener
hijos, puesto que no le era posible planear, prometer, ni contar con nada. Pero
los desorientados y los irresponsables se aprovecharon. Trajeron niños al
mundo, se casaron, y trajeron consigo a todos los indignos parientes que tenían
en todo el país, y a cada hermana soltera que quedaba embarazada y con el fin
de obtener ‘asignaciones por incapacidad’, contrajeron más enfermedades de las
que cualquier médico podía atender, arruinaron sus ropas, sus muebles y sus
casas, pero ¡qué importaba!: ‘la familia’ pagaba todo. Así, encontraron más
modos de tener ‘necesidades’ que los que nadie hubiera podido imaginar,
desarrollaron una habilidad especial para eso, la única habilidad que
mostraban.
"¡Por Dios, señora! ¿Se da cuenta de lo que sucedió? Se nos había dado una
ley con la cual vivir y que llamaban ley moral, que castigaba a quienes
la cumplían. Cuanto más tratábamos de vivir de acuerdo con esa ley, más
sufríamos y cuando más la burlábamos, mayores recompensas obteníamos. La
honestidad era una herramienta entregada a la deshonestidad ajena. Los honestos
pagaban, mientras los deshonestos cobraban. El honesto perdía y el deshonesto
ganaba. ¿Cuánto tiempo puede un ser humano permanecer bueno con semejante ley?
Éramos un buen grupo de personas decentes al principio. No había demasiados
oportunistas entre nosotros. Conocíamos bien nuestra tarea, nos sentíamos
orgullosos de ella, y trabajábamos para la mejor fábrica del país, propiedad
del viejo Starnes, que sólo admitía en su plantel a los más selectos obreros.
Al cabo de un año del nuevo plan, no quedaba entre nosotros ni una sola persona
decente. Aquello era maldad, la clase de maldad horrible e infernal con la que
los predicadores solían asustarnos, pero que uno nunca imaginamos que
existiera. No es que el plan haya incentivado a algunos cuantos bastardos, sino
que transformó a la gente decente en cretinos, sin que se pudiera obrar de otra
manera... ¡y a eso llamaban ideal moral!
"¿Para qué habríamos de desear trabajar? ¿Por amor a nuestros hermanos?
¿Qué hermanos? ¿Para los aprovechadores, los sinvergüenzas, los holgazanes que
veíamos a nuestro alrededor? Si eran simuladores o incompetentes, si no querían
trabajar o estaban incapacitados para hacerlo, ¿qué nos importaba a nosotros?
Si quedábamos reducidos para toda la vida al nivel de su capacidad, fingida o
real, ¿para qué preocuparnos? No teníamos manera de saber cuáles eran sus
verdaderas condiciones, carecíamos de medios para controlar sus necesidades. Lo
único que se sabía era que estábamos convertidos en bestias de carga, luchando
ciegamente, en un lugar que era mitad hospital, mitad almacén, sin marchar
hacia ningún objetivo, excepto la incompetencia, el desastre y las
enfermedades. Éramos bestias colocadas allí como instrumentos de aquél que
quisiera satisfacer las necesidades de otro.
"¿Amor fraternal? Fue allí cuando aprendimos a aborrecer a nuestros
hermanos por primera vez en la vida. Los odiábamos por todas las comidas que
ingerían, por los pequeños placeres que disfrutaban, por la nueva camisa de
uno, el sombrero de la esposa de otro, una salida familiar, o la pintura de la
casa, porque todo eso nos era quitado a nosotros, era pagado con nuestras
privaciones, nuestras renuncias y nuestro hambre. Empezamos a espiarnos unos a
otros, con la esperanza de sorprendernos en alguna mentira acerca de nuestras
necesidades y disminuir las asignaciones en la próxima reunión. Y empezamos a
servirnos de espías, que informaban acerca de los demás, revelando, por
ejemplo, si alguien había comido pavo el domingo, posiblemente pagado con el
producto de apuestas. Empezamos a meternos en las vidas ajenas, provocamos
peleas familiares para lograr la expulsión de algún intruso. Cada vez que
veíamos a alguno saliendo en serio con una chica, le hacíamos la vida
imposible, y así arruinamos numerosos compromisos matrimoniales, porque no
queríamos que nadie se casara, no queríamos más gente a la que alimentar.
"En los viejos tiempos, el nacimiento de un niño era celebrado con
entusiasmo y generalmente ayudábamos a las familias a pagar sus facturas de la
clínica si estaban apretadas. Pero luego, cuando nacía un niño, estábamos
varias semanas sin dirigirle la palabra a sus padres. Para nosotros, los niños
eran como las langostas para los agricultores. En otras épocas ayudábamos a
quien tuviera enfermos en su casa, pero luego... Voy a contarle un solo caso.
Se trataba de la madre de un hombre que llevaba con nosotros quince años. Era
una anciana afable, alegre e inteligente, que nos llamaba por nuestros nombres
de pila, y con la que todos solíamos simpatizar. Un día se cayó por la escalera
del sótano, y se fracturó la cadera. Sabíamos lo que eso significaba, a su
edad, y el médico dijo que tenía que ser internada en un hospital de la ciudad para
someterla a un tratamiento costoso y prolongado. La anciana murió la noche
antes de ser traslada a la ciudad para su internación. Nunca se pudo establecer
la causa de su fallecimiento. No sé si fue asesinada, nadie lo dijo, nadie
hablaba del tema. Todo cuanto sé es que... y esto es lo que no puedo olvidar...
es que yo también deseé que muriera. ¡Que Dios nos perdone! Tal era la
hermandad, la seguridad, la abundancia que se suponía que el famoso plan nos
iba a brindar.
"¿Qué motivo había para que se predicara esta clase de horror? ¿Sacó
alguien algún provecho de todo esto? Sí, los herederos de Starnes. No vaya
usted a contestarme que sacrificaron una fortuna y que nos entregaron la
fábrica como regalo, porque también en esto nos engañaron. Es verdad que
entregaron la fábrica, pero los beneficios, señora, dependen de aquello que se
quiere conseguir. Y no había dinero en el mundo que pudiese comprar lo que los
herederos de Starnes buscaban porque el dinero es demasiado limpio e inocente
para tal cosa.
"El más joven, Eric Starnes, era un sometido, sin valor ni energía para
hacer nada en especial. Resultó electo director del departamento de Relaciones
Públicas que no hacía nada y tenía a sus órdenes a un personal ocioso, por lo
cual no tenía por qué quedarse en la oficina. Su paga, en realidad no debería
llamarla así, porque no se ‘pagaba’ a nadie... la limosna que se votó para él,
era muy modesta, algo así como diez veces mayor que la mía, pero a Eric no le
importaba el dinero, porque no hubiera sabido qué hacer con él. Pasaba el
tiempo entre nosotros, demostrándonos su compañerismo y su espíritu
democrático. Le encantaba que la gente le demostrase afecto. Su mayor empeño
consistía en recordarnos a cada instante que nos habían dado la fábrica. Ya no
podíamos soportarlo.
"Gerald Starnes era nuestro director de producción. Nunca pudimos
averiguar la medida de su rastrillaje de ganancias, pero hubiéramos necesitado
todo un equipo de contadores y otro de ingenieros para saber de qué modo todo
aquel dinero pasaba por una tubería directa o indirectamente a su despacho. Sin
embargo, nada figuraba como beneficio particular, sino como medios con los que
pagar los gastos de la compañía. Gerald tenía tres automóviles, cuatro
secretarias y cinco teléfonos, y solía organizar fiestas con champán y caviar,
que ningún gran magnate que pagara impuestos en el país podía permitirse. Gastó
más dinero en un año que el que ganó su padre en los dos últimos de su vida. En
su despacho encontramos unos cuarenta kilos de revistas, llenas de artículos
sobre nuestra fábrica y nuestro noble plan, con grandes retratos de Gerald
Starnes, en los que se lo mencionaba como un ‘gran paladín social’. Por la
noche le gustaba entrar en las tiendas vestido de etiqueta, con gemelos de
brillantes, del tamaño de monedas, desparramando la ceniza de su puro por
doquier. Un bruto con plata que no tiene otra cosa que exhibir aparte de su
dinero, ya es un tipo desagradable, pero al menos no necesita mostrar que el
dinero es suyo y uno puede contemplarlo con la boca abierta si lo desea. Pero
cuando un bastardo como Gerald Starnes se exhibe de ese modo y declara una y
otra vez que no le preocupa la riqueza material y que sólo sirve a ‘la
familia’, que todos aquellos lujos no son para él sino en beneficio del bien
común porque es preciso mantener el prestigio de la firma y del noble plan de
la misma... entonces es cuando uno aprende a aborrecer a esos seres como nunca
se ha aborrecido a ningún ser humano.
"Pero su hermana Ivy era peor. A ella realmente no le importaba la riqueza
material. La asignación que recibía no era mayor que la nuestra, y siempre iba
con zapatos chatos y faldas simples y camisas, con el fin de demostrar su
indiferencia. Era directora de Distribución, a cargo de nuestras necesidades,
la que, en realidad, nos tenía agarrados del cuello. Se suponía que la
distribución se realizaba por votación, por la voz de la gente, pero cuando la
gente son seis mil voces roncas que tratan de decidir sin ningún criterio,
medida o razón, cuando no existen reglas y cada uno puede pedir lo que quiera
sin tener derecho a nada, cuando cada cual ejerce el derecho sobre la vida
ajena pero no sobre la suya, todo acaba como efectivamente terminó: Ivy Starnes
acabó siendo la voz del pueblo. Al finalizar el segundo año, abandonamos
aquella farsa de las ‘reuniones de familia para proteger la eficacia productora
y economizar tiempo’, que solían durar diez días, y todas las peticiones fueron
enviadas directamente a la oficina de la señorita Starnes. No, no eran
enviadas. Mejor dicho, cada peticionante en persona debía presentarse allí y
ella elaboraba una lista de distribución que nos leía en una reunión que duraba
tres cuartos de hora. Luego votábamos. Había diez minutos para la discusión y
las objeciones, pero no formulábamos ninguna, para ese tiempo ya nos habíamos
dado cuenta. Nadie puede dividir la renta de una fábrica entre miles de
obreros, sin una norma con que medir el valor de la gente. La de la señorita
Ivy era la adulación a su persona. ¿Desinteresada? En los tiempos de su padre
todo su dinero no le hubiera permitido hablar al tipo más bajo de su empresa en
el modo como ella solía hablarles a nuestros más hábiles obreros y a sus
esposas. Tenía unos ojos pálidos, vidriosos, fríos y muertos. Si se quería
conocer la maldad absoluta, bastaba con observar cómo resplandecían sus ojos
cuando alguien le respondía a un cuestionamiento para entonces ya no recibir
más que la "asignación básica". Al observar aquello, comprendíamos el
motivo real de quienes fueran capaces de apreciar la consigna: ‘De cada cual
según su capacidad; a cada cual según sus necesidades’.
"Allí residía el secreto de todo. Al principio no dejaba de preguntarme
cómo era posible que hombres educados, justos y famosos, pudieran cometer un
error semejante y presentar como buena tal abominación, cuando cinco minutos de
reflexión les hubieran indicado lo que sucedería en caso de que alguien pusiera
en práctica semejante idea. Ahora comprendo que no obraron así por error,
porque errores de este tamaño no se cometen nunca inocentemente. Cuando alguien
se hunde en alguna forma de locura, imposible de llevar a la práctica con
buenos resultados, sin que exista, además, razón que la explique, es porque
tiene motivos que no quiere revelar. Y nosotros no éramos tampoco tan inocentes
cuando votamos a favor del plan, en la primera reunión. No lo hicimos sólo
porque creyéramos que la vieja y empalagosa farsa que nos presentaban fuera
buena. Teníamos otro motivo, pero la farsa nos ayudó a ocultarlo de nuestros
vecinos y de nosotros mismos. La farsa nos daba una posibilidad de hacer pasar
como virtud algo de lo que nos hubiéramos avergonzado. Ninguno votó sin pensar
que dentro de una organización de tal clase participaría en los beneficios de
quienes eran más hábiles que él. Nadie se consideró lo bastante rico y listo
para no creer que alguien lo sobrepasaría, y este plan lo participaría de la
riqueza y la inteligencia ajenas. Pero pensando conseguir beneficios de quienes
estaban por encima, olvidamos que había seres inferiores, que buscaban lo mismo
de nosotros, olvidamos a los inferiores que tratarían de explotarnos del mismo
modo que cada uno intentaría explotar a sus superiores. El obrero impulsado por
la idea de que sus necesidades le daban derecho a un automóvil como el de su
jefe, olvidó que todo pordiosero y vagabundo de la tierra empezaría a exigir un
refrigerador como el del obrero. Ése fue nuestro motivo real cuando votamos.
Tal es la verdad pero no nos gustaba reconocerlo y cuanto más lo lamentábamos,
más alto gritábamos nuestro amor hacia el bien común.
"Conseguimos lo que nos habíamos propuesto, pero cuando nos dimos cuenta
de lo que aquello representaba, ya era demasiado tarde. Estábamos atrapados,
sin lugar adónde huir. Los mejores de entre nosotros abandonaron la fábrica en
la primera semana del plan. Así perdimos a los mejores ingenieros,
supervisores, capataces y obreros especializados. Todo el que se respete no
quiere verse convertido en vaca lechera de la comunidad. Algunos intentaron
impedir el proyecto, pero no lo consiguieron. Los hombres huían de la fábrica
como de una zona infectada, hasta que no quedaron más que los necesitados, sin
habilidad ni condiciones.
"Si algunos de nosotros, dotados de ciertas cualidades, optamos por
quedarnos, fue porque llevábamos allí muchos años. En los viejos tiempos, nadie
renunciaba a Twentieth Century y no podíamos hacernos a la idea de que aquellas
condiciones ya no existieran más. Transcurrido algún tiempo, nos fue imposible
marcharnos, porque ningún otro empresario nos habría admitido, y no se los
puede culpar. Nadie, ninguna persona respetable, quería tratar con nosotros.
Los dueños de las tiendas donde comprábamos empezaron a abandonar Starnesville
a toda prisa, hasta que no nos quedaron más que los bares, las salas de juego y
algunos comerciantes estafadores y aprovechadores, que nos vendían bazofia a
precios exorbitantes. Nuestras asignaciones fueron perdiendo valor a medida que
aumentaba el costo de vida. En la empresa, la lista de los necesitados se fue
estirando, al tiempo que la de sus clientes se acortaba. Cada vez era menor la
riqueza a dividir entre más y más gente. En los viejos tiempos solía decirse
que Twentieth Century Motors era una marca tan buena como el oro. No sé qué
pensarían los herederos de Starnes si es que pensaban algo, pero tengo la
impresión de que, igual que todos los planificadores sociales y los salvajes
insensatos, estaban convencidos de que aquella marca era en sí misma una
especie de emblema mágico dotado de un poder sobrenatural que los mantendría
ricos, igual que a su padre. Pero cuando nuestros clientes empezaron a notar
que nunca lográbamos entregar un pedido a tiempo, y que siempre había algún
defecto en los que entregábamos, el mágico emblema empezó a operar en sentido
inverso: la gente no aceptaba un motor marca Twentieth Century ni regalado.
Llegó un momento en que nuestros únicos clientes fueron los que nunca pagaban
ni pensaban hacerlo, pero Gerald Starnes, embrutecido y engreído por su propia
publicidad, empezó a ir de un lado a otro con aire de superioridad moral,
exigiendo que los empresarios nos pasaran pedidos, no porque nuestros motores
fueran buenos, sino porque necesitábamos esos pedidos urgentemente.
"Por aquel entonces, una ciudad fue testigo de lo que generaciones de
profesores pretendieron no observar. ¿Qué beneficios podría reportar nuestra
necesidad a una central eléctrica, por ejemplo, si sus generadores se paraban a
causa de un defecto en nuestros motores? ¿Qué beneficio reportaría a un hombre
tendido en una camilla de operaciones, si, de pronto, se le cortara la luz?
¿Qué bien haría a los pasajeros de un avión si el motor fallaba en pleno vuelo?
Y si adquirían nuestros productos no por su calidad sino por nuestra necesidad,
¿la acción moral del propietario de la central eléctrica, del cirujano y del
fabricante del avión sería buena, justa y noble?
"Sin embargo, tal era la ley moral que profesores, directivos y pensadores
habían querido establecer. Si esto fue lo que ocurrió en una pequeña ciudad
donde todos nos conocíamos, ¿imagina lo que hubiera sido a escala mundial?
¿Imagina lo que hubiera ocurrido si hubiéramos tenido que vivir y trabajar,
sujetos a todos los desastres y a todos los inconvenientes del planeta?
Trabajar pensando en que si alguien fallaba en cualquier lugar, era uno quien
debería pagarlo. Trabajar sin posibilidad alguna de progreso, con la comida, la
ropa, el hogar y las distracciones pendientes de una estafa, una crisis de
hambre o una peste en cualquier lugar del mundo. Trabajar sin posibilidades de
una ración extra, hasta que los camboyanos tuvieran alimento suficiente o hasta
que todos los patagónicos hubieran ido a la universidad. Trabajar con un cheque
en blanco, en poder de cada criatura nacida, hombres a los que nunca vería,
cuyas necesidades no conocería, cuya laboriosidad, pereza o mala fe nunca
podría llegar a aprender o cuestionar. Tan sólo trabajar, trabajar y trabajar,
dejando que las Ivys o los Geralds del mundo decidieran qué estómagos habrían
de consumir el esfuerzo, los sueños y los días de su vida. ¿Es ésta la ley
moral a aceptar? ¿Es éste un ideal moral?
"Lo intentamos y aprendimos la lección. Nuestra agonía duró cuatro años,
desde la primera reunión hasta la última, y todo terminó del único modo que
podía terminar: en la quiebra. Durante la última reunión, Ivy Starnes fue la
única que intentó forcejear un poco. Pronunció un corto, desagradable y
agresivo discurso en el que dijo que el plan había fracasado porque el resto
del país no lo había aceptado, que una sola comunidad no podía llevarlo a la
práctica y triunfar en medio de un mundo egoísta y avaro; que el plan era un
ideal noble, pero que la naturaleza humana no estaba a su altura. Un joven, el
mismo que había sido castigado por habernos dado una idea útil durante el
primer año, se puso de pie, mientras todos seguíamos sentados en silencio, y se
dirigió a Ivy Starnes, que ocupaba el estrado. No dijo nada, sino que la
escupió en la cara. Y ése fue el fin del noble plan de Twentieth Century."