Monday, January 28, 2013

madmaxismo en vena

¿Cuáles creéis que son los 4 jinetes del apocalipsis a los que temer hoy en día?

Pongo los míos:

1. Crecimiento demográfico exponencial + crecimiento ilimitado como único planteamiento económico
2. Armas nucleares y virus/bacterias modificados con fines bélicos
3. Población, en general, profundamente ignorante + gobernantes corruptos
4. Peak everything

El resultado no puede ser otro que varios miles de millones de muertes no naturales y sufrimiento y tercermundismo para la mayor parte de los que queden, en un planeta enfermo, durante siglos (por no decir para siempre:P). Vamos, el madmax de toda la vida

¿Y cuáles los ángeles salvadores que los podrían contrarrestar?

Vuelvo a tirar de inventiva:

1. Control mundial de la natalidad al estilo chino y aplicación de modelos económicamente más sostenibles, renunciando al consumismo desaforado como índice de estatus y objetivo vital (lo veo difícil, sin un gobierno mundial consciente, por la competencia entre países).

2. Desmantelamiento del arsenal nuclear para alimentar las centrales nucleares y miedo suficiente a las armas biológicas de destrucción masiva, como para que a nadie se le ocurra tirar por ahí (supongo que esto sin una gran tragedia previa (las nucleares han aguantado varias) o un gobierno único mundial, también es difícil).

3. Cambio en la mentalidad de la gente y uso de la red para mejorar la formación y la capacidad crítica de la masa. Guillotinazo salvaje a la descarada clase dominante, actualmente al mando, en países como el nuestro. O sustitución por otra más civilizada y competente, venida de países más serios o de otros planetas jajajaja

4. Aplicación del esfuerzo económico a nivel global, para desarrollar infraestructuras e investigación, que permitan sobrellevar mejor un cambio de modelo. Transición a una sociedad con un uso eficiente de bajas cantidades de energía eléctrica, procedente fundamentalmente de renovables.


Tras el esfuerzo constructivo de la segunda parte, he de decir que las posibles soluciones parecen imposibles de conseguir. Apenas hay algún brote verde minúsculo al respecto, frente a la presencia evidente de todos y cada uno de los puntos de la primera parte. Me encantaría pertenecer a un gran mundo civilizado y razonable, en el que la gente se pusiera manos a la obra para que no se vaya todo a la mierda, pero creo conocer como funcionan mis congéneres y se que se priorizará el pan para hoy y hambre para mañana, pues vivimos pocos años y sólo algunos están dispuestos a sacrificar bienestar hoy por salvar algo para los que vengan detrás. Y de estos no abundan en quienes manejan el poder y la pasta. Los mandamases y ricachones a lo máximo que aspiran es a salvar a su círculo y poder seguir viviendo a todo trapo aunque sea en una isla mientras el mundo agoniza y el resto carecemos de visión, unidad, honradez y capacidad de sacrificio como para organizar un cambio de semejante calibre. Nos pelearemos por las migajas y poco más. De hecho, una revolución de la masa me da casi tanto miedo como el sacrificio calculado que nos tiene preparada la élite, pues me fio casi tan poco de unos como de otros. Así que crucemos los dedos porque la bajada sea lenta y nos deje vivir decentemente la mayor parte de nuestras vidas. Y ya puestos, vayamos preparando una excusa para cuando nos señalen acusadores nuestros hijos y nos exijan respuestas incómodas.

Sunday, January 27, 2013

Relato ficción la caida de USA

Os copio un relato de ficción-verosímil de un autor usano que tradujo y colgó Antonio Manuel Turiel, en su  blog The Oil Crash, que sigo desde hace tiempo. No tiene más pretensión que entretener, pero creo que merece la pena leerlo, eso sí, no se lee en 10 minutos, son cinco capítulos de varias páginas cada. Necesita un buen rato. ;). Tras leerlo aquí veo que se come algún trozo de alguna frase cada mucho, pero no soy capaz de enmendarlo. Así y todo es testimonial y no interfiere con la trama, creo yo. Ahí lo tenéis.
 
 
"La noticia del último descubrimiento de petróleo en aguas profundas en Tanzania interrumpió el letargo de un soporífero sábado del mes de marzo. Treinta años atrás, un hallazgo de la misma magnitud habría ocupado dos columnas en las últimas páginas de unos pocos periódicos prestigiosos, pero los tiempos habían cambiado mucho. En un mundo sediento de petróleo, lo que décadas atrás se hubiera considerado un hallazgo modesto, esta vez mereció grandes titulares.

Ciertamente, la noticia causó un gran revuelo en el Ala Este de la Casa Blanca, donde el presidente y sus consejeros mantuvieron esa noche una reunión convocada con carácter de urgencia.

Los chinos están a punto de hacerse con el yacimiento —dijo el secretario de Energía—. Tienen a Tanzania en el bolsillo y hay gente de la CNOOC [la CNOOC, la Corporación Nacional China de Petróleo en Aguas Profundas, era la empresa estatal que lideraba la búsqueda china de petróleo en el extranjero] tanto en la zona del yacimiento como en Dar es Salaam.

Está lo bastante cerca de aguas keniatas…

De ninguna manera, señor presidente. Está a doscientas millas náuticas de la zona en disputa, y Nairobi no quiere repetir el último enfrentamiento militar con los tanzanos.

Maldita sea, necesitamos ese petróleo. —El presidente se dio la vuelta y se dirigió a la ventana.

Estaba en lo cierto, por supuesto, y al decir que “necesitamos” ese petróleo no se refería solamente a Estados Unidos. Jameson Weed [en inglés, weed significa “hierbajo”, y referido a personas, “pelele”; n. de los t.] llegó a la Casa Blanca el mes de noviembre anterior con una campaña centrada casi en exclusiva en la promesa de sacar a Estados Unidos de su prolongada depresión económica, cada vez más acentuada. Conseguir para el país que aumentara el volumen del petróleo que importaba era la clave para cumplir dicha promesa, pero era más fácil decirlo que hacerlo; tras lo que quedaba de la cortés ficción de un libre mercado petrolero, la mayor parte del crudo que cruzaba las fronteras nacionales lo hacía con arreglo a acuerdos políticos entre los países productores y países compradores lo suficientemente fuertes y ricos como para competir. Por entonces, era cada vez más frecuente que Estados Unidos quedara al margen de tales acuerdos, y el impacto de esa realidad en la próxima campaña para la reelección de Weed era algo que todos los que se encontraban en la estancia tenían muy presente.

Hay otra opción —dijo la consejera de Seguridad Nacional—. Un cambio de régimen.

El presidente Weed regresó desde la ventana para verles la cara a los demás. El secretario de Defensa se aclaró la garganta.

Tarde o temprano —dijo— los chinos se van a plantar y van a luchar.

La consejera de Seguridad Nacional lo miró con desprecio.

No se atreverán —argumentó—. Saben quién manda en el mundo, y, de todas formas, Tanzania está demasiado lejos de sus fronteras para la capacidad de proyección de su poder militar. Se echarán atrás como lo hicieron en Gabón.

El presidente posó su mirada en uno y otra.

Es una opción —dijo—. Quiero un plan detallado en mi escritorio en dos semanas.



* * *



Los cambios de régimen no eran tan sencillos como solían serlo en el pasado. Esa era la conclusión a la que se llegaba en las conversaciones mantenidas en las salas de juntas del Pentágono y del cuartel general de la CIA en Langley a medida que el plan iba tomando forma. Atrás habían quedado los días de las “revoluciones de colores”, cuando unos pocos miles de millones de dólares canalizados a través de ONG en manos de empresas privadas podían comprar un levantamiento masivo y sembrar el pánico en un gobierno incauto hasta provocar su caída. Las estrategias de segunda generación que tan bien funcionaron en Libia y en media docena de otros países —respaldando el alzamiento urdido con mercenarios, fuerzas especiales y una zona de exclusión aérea— dejaron de hacerlo una vez que los gobiernos bajo amenaza dieron con la manera de combatirlos con eficacia. Ahora, completar la tarea de reemplazar un gobierno poco amistoso por otro obediente solía requerir el despliegue de tropas terrestres con apoyo aéreo.

Aun así, a esas alturas ya era un trabajo rutinario, y los oficiales encargados de él diseñaron el plan satisfactoriamente en las dos semanas que el presidente les había dado. Unos pocos días después, cuando regresó aprobado y firmado, la maquinaria se puso en movimiento. El dinero fluyó hacia organizaciones tapadera de la CIA a lo largo y ancho de toda África oriental; espías en Tanzania comenzaron a reclutar a personas ambiciosas, insatisfechas e idealistas para formar los cuadros que organizarían y liderarían el levantamiento; en todos lados, se contrató a mercenarios y la habitual maquinaria propagandística se puso en acción. El gobierno de Kenia, el Estado clientelar más vinculado a Estados Unidos, recibió todo tipo de amenazas para que aceptara la presencia de tropas estadounidenses en su frontera con Tanzania, y un tercer grupo de portaaviones fue movilizado y enviado para que se uniera a los dos ya desplegados en la zona.

Al gobierno de Tanzania solo le llevó unas pocas semanas darse cuenta de que su reciente golpe de buena suerte lo había puesto en el punto de mira del poder estadounidense. Una tarde a comienzos de mayo, tras un detallado informe del jefe de los servicios de inteligencia, el presidente tanzano convocó al embajador chino a una reunión secreta y le dijo con franqueza: “Si nos abandonan ahora, estamos perdidos”. El embajador solo le prometió transmitir el mensaje a Beijing, pero no solo lo hizo a los pocos minutos de regresar a la embajada, sino que adjuntó una detallada y urgente nota informativa redactada por él mismo.

Tres días después, una docena de hombres se sentaron alrededor de una mesa en una sala de conferencias en Beijing. Un miembro del personal sirvió té y desapareció. Después de una hora de discusión, uno de los presentes en la reunión dijo: “¿Qué frase utilizan los americanos? ¿‘Trazar una línea en la arena’? Propongo que estos son el momento y el lugar precisos para hacerlo”.

Un suave murmullo de asentimiento recorrió la mesa. En los días siguientes, un grupo muy distinto de funcionarios elaboró una serie muy diferente de planes.



* * *



El puerto de Dar es Salaam, la ciudad más grande del país, era un hervidero, atestado de petroleros que transportaban oro negro hacia China y sus aliados, y de buques portacontenedores que suministraban mercancías de todo tipo, la mayoría chinas, a la pujante economía tanzana. En medio del ajetreo, nadie le prestó mucha atención a la llegada de una serie de contenedores comunes y corrientes procedentes de puertos chinos, que fueron descargados de portacontenedores de lo más normal y trasladados en camión a media docena de discretos polígonos ubicados a lo largo de la costa entre Dar es Salaam y la septentrional ciudad portuaria de Tanga. Los agentes de la CIA que estaban vigilando en busca de indicios de una respuesta china no se percataron en absoluto de su presencia.

Aparte de eso, el número de contenedores enviados a Tanzania y media docena de otros estados clientelares de China en África había aumentado levemente; no lo suficiente para levantar sospechas, pero, por entonces, en Estados Unidos nadie sabía exactamente cuántas empresas africanas se estaban enfrentando a retrasos inesperados en la recepción de las mercancías chinas que habían encargado, de modo que otros cargamentos ocuparan el espacio que les habría correspondido a ellas. Asimismo, en Estados Unidos nadie se preocupó demasiado tampoco por el creciente número de jóvenes chinos que viajaron en avión a África durante los cuatro meses anteriores al comienzo de la guerra. Los servicios de inteligencia estadounidenses sí que los detectaron, y su llegada alentó un breve debate en Langley: eran observadores militares que se encontraban allí para espiar la tecnología militar norteamericana, insistió una facción de los consejeros de inteligencia; eran asesores militares, sostuvo otra facción, para asesorar al ejército tanzano contra las fuerzas estadounidenses que ya se estaban concentrando en Kenia.

Ninguna de las dos facciones estaba en lo cierto. La mayoría de aquellos jóvenes de pocas palabras se dirigieron a los polígonos de contenedores entre Dar es Salaam y Tanga, donde montaron, probaron y pusieron a punto su contenido. Mientras tanto, a miles de kilómetros de distancia, la fuerza aérea del Ejército Popular de Liberación trasladó seis brigadas, equipadas con algunos de los cazas más avanzados desde el punto de vista de la tecnología aeronáutica china, hacia bases de Asia Central. Como el gobierno chino había anunciado que aquel agosto realizaría ejercicios militares conjuntos con Rusia, las fotos tomadas por satélite de los cazas Chengdu J-20 estacionados en los desiertos del Turquestán no despertaron curiosidad en Langley y fueron archivadas.



* * *



Tras años de batallas presupuestarias en el Capitolio, el ejército estadounidense ya no era tan poderoso ni tan veloz a la hora de desplegarse como lo había sido en los últimos años del siglo XX. Solo dos de los ocho Grupos Aeronavales de Ataque que quedaban estaban en servicio activo todo el tiempo, uno en el Pacífico occidental y otro desplazándose constantemente entre el Mediterráneo y el océano Índico; el transporte por mar o por aire constituía un desafío creciente, y requisar temporalmente aviones de la flota aérea civil, un pilar de la planificación del Pentágono a finales del siglo XX, ya no era tan sencillo ahora que los viajes en avión volvían a ser un lujo reservado a los ricos. Aun así, las unidades asignadas a la primera fase de la operación tanzana —la 101ª División Aerotransportada, la 6ª División de Caballería Aérea y la 1ª y 2ª Divisiones de Marines— estaban habituadas a conseguir rápidamente los medios de transporte necesarios y poner rumbo a los confines del mundo.

Las primeras unidades de la 101ª División Aerotransportada aterrizaron en Nairobi a mediados de mayo, cuando la temporada de fuertes lluvias había pasado y estallaban los primeros disturbios en Dar es Salaam. Para cuando, el 20 de junio, el presidente Weed pronunció su famoso discurso en Kansas City denunciado las atrocidades que, según él, había cometido el gobierno tanzano y proclamando en términos grandilocuentes la solícita disposición de Estados Unidos a apoyar la cruzada por la libertad en todo el mundo, las cuatro divisiones al completo se estaban instalando en bases de reciente construcción en las tierras altas al sur de Kajiado, no lejos de la frontera con Tanzania. Por ellas deambulaban también personal de logística y contratistas civiles, preparándose para la llegada de dos divisiones blindadas, enviadas en barco desde Alemania, que completarían la fuerza de asalto terrestre, y del grueso de los suministros para el ataque, que estaban en camino por mar desde Diego García.

Mientras tanto, tres Grupos Aeronavales de Ataque, encabezados por los portaaviones nucleares USS Ronald Reagan, USS John F. Kennedy y USS George Washington, navegaban a velocidad de crucero hacia un punto de encuentro en el oeste del océano Índico, donde se reunirían con las naves que trasladaban las divisiones blindadas desde Alemania y con una docena de grandes navíos de abastecimiento del Escuadrón Marítimo de Apoyo con base en Diego García. Dos brigadas de cazas de la fuerza aérea ya habían sido asignadas a la operación, y llegarían justo antes de que los portaaviones alcanzaran su radio de acción operativo; estos y los aviones de los portaaviones se encargarían de inutilizar la fuerza aérea tanzana y destruir objetivos militares a lo largo y ancho del país durante las dos semanas que las divisiones blindadas necesitarían para desembarcar, unirse al resto de las fuerzas e iniciar el asalto terrestre. Era el plan habitual para la rápida eliminación de las modestas fuerzas militares de un país mediano del Tercer Mundo; la única pega era que el ejército estadounidense ya no se estaba enfrentando a un país mediano del Tercer Mundo.



* * *



En épocas de paz, agosto y septiembre son los meses de la temporada alta turística en África oriental; tierra adentro, lejos de la siempre húmeda costa, el clima es fresco y seco, y las extensas planicies del interior son fáciles de recorrer. Puesto que las planicies con clima fresco y seco están entre los mejores lugares del mundo para un ataque con tanques y helicópteros de combate, esos fueron también los meses que los planificadores del Pentágono asignaron a la Operación Antorcha Ardiente, la liberación de Tanzania. Informes enviados a Weed a finales de julio perfilaron los últimos detalles, y el presidente aprobó y firmó las órdenes finales para la invasión. El secretario de Defensa miró desde el otro extremo de la habitación, en silencio y con el ceño fruncido. Aunque muchas veces había intentado plantear la posibilidad, remota pero sin duda real, de que los chinos tomaran represalias, había tenido que ver como Weed desestimaba sus advertencias y como la consejera presidencial de Seguridad Nacional y el vicepresidente Gurney las ridiculizaban en su presencia. Tan pronto como esa maldita guerra acabara, se dijo a sí mismo por enésima vez, presentaría la dimisión.

A través de las ventanas de la Casa Blanca, en la distancia, apenas se podía ver a un pequeño grupo de manifestantes que mantenían una vigilia más bien apática en la zona de libre expresión destinada a tales propósitos. Los peatones pasaban apurados, ignorando los eslóganes que coreaban y los carteles de protesta. Era otro verano terriblemente caluroso en Washington DC, parte de la “nueva normalidad” de la que los medios de comunicación empezaron a hablar cuando ya no pudieron evitar mencionar la mutación que estaba sufriendo el clima. Más allá de la capital, medio país era víctima de una nueva sequía salvaje; los estados de Iowa y Georgia acababan de suspender el pago de sus deudas, enturbiando los mercados financieros; en todo el sudeste las miradas se dirigían nerviosas hacia una tormenta tropical que se estaba formando en las islas de Sotavento, en las Antillas Menores del Caribe, y que reunía todas las condiciones para convertirse en el primer gran huracán de la temporada.

Lo que muchos observadores perspicaces recordaron tiempo después fue el malhumor que ese verano se apoderó del país. Solo los medios y los políticos más desvergonzados trataban de fingir que la inminente guerra con Tanzania no era sino por el petróleo; el índice de aprobación del presidente se mantenía bien por debajo del 25 por ciento, aunque era aún tres veces superior al del Congreso y estaba por encima del de cualquier candidato creíble que pudiera presentar el otro partido; los expertos de siempre lanzaron los manidos clichés de siempre, pero los únicos que les prestaban atención eran los propios expertos. En toda la nación y a lo largo de todo el espectro político, la paciencia del pueblo estadounidense estaba a todas luces agotándose.

Quines estaban insatisfechos tenían infinidad de motivos para estarlo. La pertinaz depresión económica que se había apoderado del país desde 2008 no daba señales de atenuarse, y ello a pesar de los repetidos rescates al sector financiero —cada uno de ellos anunciado como la clave para el regreso de la prosperidad— y de las repetidas elecciones, en las que cada candidato aseguraba tener ideas nuevas y frescas aunque luego, una vez electo, repetía las mismas políticas fracasadas. El boom del fracking de principios de la década de 2010 prácticamente había caído en el olvido; los precios de la energía eran altos y seguían aumentando; ese verano la gasolina se disparó hasta alcanzar los 7 dólares el galón antes de retroceder casi por completo a los 6,50 dólares iniciales. Nada de todo esto era nuevo, pero parecía enervar el estado de ánimo nacional más poderosamente que en el pasado. En breve, todos estos factores alimentarían una explosión… pero antes se producirían otras.

A fines de julio, la fuerza expedicionaria para la invasión se congregó en el océano Índico, a casi dos mil millas al este de la costa keniata. El almirante de flota Julius T. Deckmann, comandante en jefe de la fuerza, se aseguró de que todo estaba en orden antes de disponer que se avanzara rumbo al oeste. Deckmann, un oficial de carrera con media docena de misiones de combate a sus espaldas, había aprendido a confiar en su intuición, y esta le decía que había algo que no andaba bien. Desde el puente de mando del USS George Washington, el buque insignia, evaluó el aspecto de la flota, sacudió la cabeza y ordenó que despegaran los drones de reconocimiento. Las imágenes en tiempo real enviadas por los satélites espía estadounidenses no mostraban nada fuera de lo común; la información suministrada por el avión AWACS que sobrevolaba la flota a gran altitud así lo confirmaba, y también la transmitida por los drones. Deckmann siguió preocupado mientras los días transcurrían sin novedad y la fuerza expedicionaria se aproximaba al África oriental.

La flota alcanzó sin mayores contratiempos la posición asignada frente a la costa keniata. Las últimas novedades llegaron a través de un enlace seguro vía satélite desde Washington: las brigadas de cazas de la fuerza aérea habían llegado y estaban listas para entrar en acción; el Consejo Libre Tanzano, el gobierno títere en el exilio pergeñado por el Departamento de Estado, había llamado a “las naciones del mundo” a liberar su país, un ruego que todos sabían que iba dirigido a una sola nación; los mercenarios controlados por la CIA que formaban la vanguardia de la segunda fase del levantamiento, la violenta, se habían retirado de Dar es Salaam, abandonando a los cuadros locales a su suerte, y se habían trasladado a la frontera keniata para abrir camino a la invasión. Deckmann se aseguró de que todos los buques de su flota estuvieran listos mientras el sol se ponía en medio de una neblina roja sobre la distante costa africana.

Muy pocos de los involucrados en la guerra durmieron demasiado aquella última noche antes de que el jaleo comenzara. En los tres portaaviones y en dos aeródromos recién construidos en el sur de Kenia, las tripulaciones trabajaron toda la noche para poner a punto los aviones para el combate, desconocedores de que otras tripulaciones estaban haciendo lo mismo a miles de kilómetros de distancia en Asia Central. Los soldados de las dos divisiones blindadas que habían sido trasladadas desde Alemania se prepararon para un desembarco en Mombasa que la mayoría de ellos no vivirían para ver. En Dar es Salaam y Nairobi, los presidentes se reunieron con sus gabinetes y luego se dirigieron a búnkers fuertemente custodiados; en el resto del mundo, jefes de Estado leían informes de los servicios de inteligencia y se preparaban para la crisis.

Dos horas antes del alba en África oriental, la espera terminó. Le pusieron fin dos personas. Una fue el almirante Deckmann, cuyas impetuosas órdenes dieron el pistoletazo de salida al despegue de los primeros cazabombarderos desde la cubierta del George Washington y al lanzamiento de los primeros misiles de crucero Tomahawk. La otra fue un oficial en un centro de mando situado en lo más recóndito de Asia Central, que observó el despegue de los aviones y el lanzamiento de los misiles gracias a un drone indetectable —uno de los tres que habían estado siguiendo al George Washington desde que atravesó el canal de Suez, y que ahora sobrevolaba la flota a gran altitud—. Mientras las imágenes infrarrojas mostraban los aviones y los misiles abriéndose paso hacia Tanzania, el oficial tecleó algo rápidamente y luego apretó dos veces “enter”. Con la segunda pulsación, dio comienzo la respuesta china.
 


Los misiles y cazabombarderos lanzados desde la flota constituyeron la segunda oleada del ataque estadounidense, no la primera. Aunque helicópteros de combate de las bases keniatas despegaron unos minutos después, atacaron con antelación sus objetivos, las defensas aéreas tanzanas. La coordinación fue minuciosa; para cuando el primer avión estadounidense se internó en el espacio aéreo tanzano, las cuatro estaciones de radar que conformaban la frontera septentrional del sistema de defensa aérea tanzana eran escombros humeantes. Tanto el almirante Deckmann y el personal a bordo del USS George Washington como el presidente Weed y sus consejeros en la Sala de Crisis de la Casa Blanca, tuvieron noticias del exitoso ataque en tiempo real, mediante imágenes vía satélite.
Esas eran las imágenes que mostraban las pantallas de todo el sistema de satélites estadounidense cuando se apagaron repentinamente.
En las bases norteamericanas de todo el mundo, los desconcertados técnicos intentaron volver a establecer contacto con la red de satélites, pero se encontraron con que ya no había ninguna con la que hacerlo. El NORAD, el Mando de Defensa Aeroespacial, informó de que los satélites seguían en órbita y de que parecían funcionar a la perfección, pero ninguno respondía a las señales enviadas desde las estaciones terrestres ni transmitía dato alguno. Los análisis descartaron enseguida un fallo técnico, lo cual dejaba una sola opción. La consejera de Seguridad Nacional levantó la vista de un informe confeccionado apresuradamente que apuntaba en esa dirección y se encontró con la penetrante y reprobadora mirada del secretario de Defensa. La consejera se retiró bruscamente espetando una orden a uno de sus ayudantes.
Mucho antes de la guerra, algunos analistas se habían percatado de que China mostraba un gran interés en la tecnología antisatélites. Sin embargo, cuando el conflicto finalizó se dieron cuenta de que el sistema de satélites estadounidense no había caído víctima de una tecnología avanzada, sino del espionaje a la antigua usanza. Más de una década atrás, agentes chinos habían logrado infiltrarse en la Oficina Nacional de Reconocimiento, la rama de los servicios de inteligencia que administraba los satélites espía del país, y habían obtenido datos que permitieron a los informáticos chinos acceder al sistema electrónico que controlaba los satélites y desactivar toda la red, privando así a las unidades estadounidenses desplegadas por todo el mundo de su capacidad de comunicación y reconocimiento. En cuestión de minutos, equipos de guerra cibernética estaban manos a la obra, pero tardaron más de un día en obtener el primer goteo de datos y más de una semana en que todos los satélites funcionaran de nuevo al cien por cien. Fue un tiempo vital con el que las tropas invasoras estadounidenses ya no contaron.
Los técnicos chinos llegados a Tanzania en los meses previos a la guerra habían recibido órdenes estrictas de no emprender acción alguna hasta que los estadounidenses desencadenaran las hostilidades, una orden que el breve mensaje de radio anunciando la destrucción de las estaciones de radar situadas en el norte revocó. Los equipos técnicos sabían que tendrían unos pocos minutos antes de que las bombas norteamericanas empezaran a caer sobre ellos. Su misión estaba definida al milímetro bajo la lógica del “úsalo o deséchalo”, por lo que, en menos de diez minutos, todo lo que había llegado dentro de los contenedores ya estaba en el aire.
Los relatos de los supervivientes sobre lo que aconteció a bordo de la fuerza naval durante las horas siguientes son confusos y a veces contradictorios, pero parece ser que los radares de los navíos detectaron de repente cerca de un millar de objetivos aproximándose desde el sudoeste. Al menos la mitad eran ecos falsos, señuelos electrónicos generados por la tecnología spoofing china, y muchos de los demás eran señuelos físicos cuyo propósito era atraer el fuego de las defensas enemigas para que no repeliera los misiles de crucero supersónicos que constituían el auténtico ataque. Aun así, atendiendo a las estimaciones más conservadoras, eran al menos doscientos de estos últimos. El ejército estadounidense contaba con algunas de las mejores defensas antimisiles de todo el mundo, pero los estrategas navales sabían desde hacía décadas que un ataque lo suficientemente masivo podía superarlas.
Las frías matemáticas seguían impasibles su curso en medio de un caos de explosiones, combustible en llamas, restos flotando y soldados muertos y moribundos. De los 41 barcos que conformaban el Grupo Aeronaval de Ataque, tres llegaron sanos y salvos al puerto de Mombasa y otros ocho, incluido uno de transporte de tropas, fueron capaces, a pesar de los daños sufridos, de arribar a la costa keniata y la tripulación superviviente pudo desembarcar. Los demás quedaron destruidos y en llamas, o bien se fueron a pique. El destino de los tres portaaviones fue el previsible: el John F. Kennedy recibió sucesivamente el impacto de tres misiles de crucero y se hundió junto con toda la tripulación; el Ronald Reagan fue alcanzado por dos misiles, se incendió y fue abandonado por la tripulación, y el George Washington resultó alcanzado en la popa, se dirigió renqueante hacia la costa a pesar de tener muy dañados los sistemas de navegación y encalló en un banco de arena frente a la costa keniata. Un reportero gráfico japonés que desempeñaba allí su labor tomó una fotografía del barco abandonado —destrozado, fantasmal, con la cubierta inclinada casi por completo sobre el rompiente—, y esa instantánea, publicada a toda plana en los medios del mundo entero en los días siguientes, se convirtió para muchos en la imagen más representativa de la guerra de África Oriental.

* * *

Mucho antes de que el George Washington alcanzara su lugar de reposo definitivo en las arenas frente a Kilindini, las tropas terrestres estadounidenses hacían todo lo posible por contraatacar. La pérdida del sistema de satélites de inteligencia no impidió que las lanzaderas de misiles de crucero fueran localizadas desde el aire por medio de drones, y cazabombarderos estadounidenses se dirigieron raudos al sur para destruirlas; solamente las ordenes de dispersión que las tropas chinas recibieron justo en el momento en que lanzaban el último misil las libró de sufrir un número de bajas espantoso, algo que no evitó que perecieran un millar de civiles tanzanos. Además, más de la mitad de las aeronaves de los tres portaaviones habían despegado antes de que estos quedaran inutilizados, y las que consiguieron llegar a salvo a territorio keniata repostaron combustible, volvieron enseguida al combate y llevaron a cabo represalias contra objetivos políticos y militares tanzanos.
Mientras tanto, en Washington DC el presidente Weed ordenó un apagón informativo sobre el desastre. Su secretario de prensa solo informó de que la fuerza expedicionaria había sido atacada con misiles y de que los detalles se revelarían más tarde. Esa noche, en una reunión mantenida con sus consejeros y el jefe del Estado Mayor Conjunto, revisó lo que se sabía sobre el destino de la fuerza expedicionaria, frunció el ceño y soltó un exabrupto.
Nos han dado un buen repaso, no hay duda —dijo—. Pero si cedemos estamos jodidos. Tenemos que enviar refuerzos a nuestras tropas en Kenia y continuar con la operación. Quiero un plan en mi mesa a primera hora de la mañana.
El almirante Roland Waite, que presidía el Estado Mayor Conjunto ese año, era un aristócrata de Nueva Inglaterra cuyos vínculos con la marina se remontaban a un antepasado que había navegado junto a John Paul Jones.
Lo tendrá, señor —dijo—. Pero me gustaría sugerir algo si me lo permite.
El presidente le hizo un gesto para que continuara.
Un plan de evacuación para nuestras tropas, señor. Solo por si las moscas.
No podemos —dijo el presidente, que de repente pareció más anciano de lo que delataban sus sesenta años—. Si damos un paso atrás, estamos jodidos. El país entero está jodido.
El plan estuvo encima de la mesa presidencial a las seis de la mañana: se trataba de un proyecto vago pero viable de puente aéreo, usando la mayor parte de la capacidad de transporte aéreo del Pentágono para trasladar rápidamente tropas y suministros de Europa y el golfo Pérsico a Kenia. Sin embargo, cuando el plan llegó al Despacho Oval, el desarrollo de los acontecimientos había hecho que fuera ya irremediablemente obsoleto.

* * *

Los aviones despegaron de las bases de Asia Central tan pronto como se recibió la noticia de que la red de satélites enemigos había sido inutilizada. Una ofensiva diplomática secreta en los meses anteriores a la guerra había dejado abiertas las rutas de vuelo a través de Kazajistán, Turkmenistán e Irán, y había permitido situar en este último país aviones cisterna para el repostaje en vuelo; los civiles iraníes saludaban y vitoreaban a su paso a los estruendosos aviones, tratando de adivinar su destino. Mientras los barcos ardían y se hundían frente a la costa keniata, seis brigadas de cazas chinos volaban camino de Tanzania y otras aguardaban para hacerlo.
Los aviones de combate no siguieron una ruta del todo directa, ya que la fuerza aérea estadounidense estaba atacando con dureza a Tanzania y sus aeródromos no eran seguros. En lugar de ello, un aeródromo en el Estado clientelar de Sudán del Sur sirvió como base de operaciones. Allí habían acabado llegando más contenedores y algunos de los jóvenes de pocas palabras. Pilotos de refresco subieron a bordo de los cazas, se llenaron los depósitos de combustible, las tripulaciones cargaron y cebaron las armas, y la primera oleada del contraataque aéreo chino partió a toda velocidad hacia el sudeste, en dirección al espacio aéreo keniata. Los equipos de los radares norteamericanos situados en tierra los identificaron erróneamente como aviones amigos, con lo que retrasaron una respuesta contundente durante unos cuantos minutos, pero cuando las aeronaves chinas iniciaron el bombardeo, el equívoco se aclaró y cazas norteamericanos que se encontraban volando se abalanzaron sobre los agresores mientras otros que se encontraban en tierra despegaban con estruendo para unirse a la lucha.
Una hora después de que empezara la batalla aérea, los mandos estadounidenses presentes en la zona y los que se encontraban en el golfo Pérsico tenían claras tres cosas. La primera era que los aviones y los pilotos eran chinos, a pesar de que todos los aparatos tenían cuidadosamente pintados el círculo verde y la antorcha blanca de la fuerza aérea tanzana sobre la estrella roja de la fuerza aérea del Ejército Popular de Liberación. La segunda era que, al menos de momento, los chinos les superaban en número, algo menos peliagudo de lo que pudiera parecer en un principio, puesto que Estados Unidos poseía numerosas brigadas para unirse al combate y otras cuatro se estaban desplazando a aeródromos del golfo Pérsico que estaban a una distancia apropiada de la zona de combate.
La tercera cuestión que comprendieron, sin embargo, era la que planteaba más problemas: los pilotos chinos eran por lo menos tan buenos como sus homólogos estadounidenses y sus aviones eran mejores. Las dos brigadas estadounidenses desplegadas en Kenia volaban con el F-35 Lightning II, el muy pregonado “cazabombardero polivalente”, que había sido diseñado para desempeñar cualquier función de combate al servicio de la OTAN. Tan ambicioso objetivo suponía que se habían querido asignar demasiados cometidos a un solo aparato, lo cual dio por resultado un avión que no estaba bien preparado para ninguna de ellos. Los J-20 chinos no tenían esos inconvenientes; eran rápidos y estaban mejor armados que los F-35, desempeñaban un único papel como interceptores con un amplio radio de acción y lo llevaban a cabo con aplomo. Al final de la primera jornada, aunque ambos bandos habían sufrido mucho, las bajas estadounidenses prácticamente duplicaban a las chinas.
La noticia de la llegada de los cazas chinos retrasó indefinidamente los planes de reabastecer por aire a las cuatro divisiones estadounidenses en Kenia.
Mientras no volvamos a contar con superioridad aérea —les explicó el secretario de Defensa a Weed y los otros miembros del equipo—, hay límites estrictos a lo que podemos hacer. Aunque los enviemos con una escolta de cazas, los grandes aviones de transporte son blancos fáciles para sus misiles aire-aire.
El presidente asintió.
¿Cuánto debemos esperar para recuperar el control del espacio aéreo?
Una semana si todo va bien. Tenemos cuatro brigadas de cazas en camino, y les seguirán otras cuatro dentro de dos días.
¿Qué hay de las bases aéreas en Sudán del Sur? —preguntó la consejera de Seguridad Nacional—. Deberíamos atacarlas con dureza.
Eso significaría… —dijo el secretario, escogiendo cuidadosamente sus palabras— ampliar la guerra incluyendo a otro aliado de los chinos. Quizá a más de uno si los otros estados africanos de la zona se involucran en la guerra.
Ya lo están —espetó el presidente Weed—. Esas bases están al alcance de Diego García. Quiero un ataque de B-52 contra los aeródromos del Sudán del Sur tan pronto como sea posible.

* * *

Dos días más tarde, una turba saqueó la embajada estadounidense en Sudán del Sur. El personal apenas tuvo tiempo de escapar en helicóptero desde la azotea de la embajada. Los bombardeos de los B-52 de la noche anterior habían abierto cráteres en una de las dos bases aéreas chinas, pero también habían arrasado dos poblaciones cercanas y matado a varios centenares de civiles. En toda África, los aliados de China se turnaban para denunciar las acciones estadounidenses en África oriental, amenazando con declararle la guerra a Kenia, mientras los pocos aliados de los norteamericanos permanecían en silencio.
Pero las denuncias fueron una pantomima. La decisión real se había tomado más de tres meses antes, cuando diplomáticos tanzanos y chinos visitaron en secreto media docena de países africanos aliados de China para explicar lo que los estadounidenses estaban a punto de hacer y en qué medida podía afectarles. La perspectiva de una respuesta militar china marcó la diferencia en esta ocasión, como también lo hicieron el ofrecimiento del país asiático de costear el plan propuesto y el hecho de que todos los jefes de Estado africanos cobraran una clara e insoslayable conciencia, conforme revisaban los mapas e informes, de que si Estados Unidos había hostigado con dureza a Tanzania, cualquiera de los otros aliados africanos de China podía correr la misma suerte. Uno tras otro, aprobaron el plan y empezó un proceso indirecto de movimiento de tropas.
Cuando los medios de comunicación de todo el mundo se hicieron eco de los disturbios ocurridos en Sudán del Sur, el embajador de Tanzania se personó en el palacio presidencial keniata para hacer entrega de una nota. A pesar de la estudiada cortesía y formalidad con que la entregó, el documento era categórico. Dado que Kenia había permitido a fuerzas hostiles utilizar su territorio y su espacio aéreo para atacar a Tanzania, el gobierno tanzano le declaraba la guerra a Kenia, y en las siguientes horas hicieron lo mismo otros seis países africanos.
Al día siguiente, tres horas antes del amanecer, el fuego de artillería silenció los sonidos de los animales y las aves de la selva costera de la frontera entre Kenia y Tanzania, a unos ochenta kilómetros al sur de Mombasa. Con las primeras luces del día, las tropas tanzanas cruzaron en tropel la frontera, respaldadas por los primeros contingentes de los otros miembros de la coalición impulsada por China y por una oleada de cazabombarderos de la potencia asiática. Al final del día, las avanzadillas de los todoterrenos armados que los ejércitos africanos denominan “artillados o técnicos” se encontraban ya a medio camino de Mombasa, la segunda ciudad de Kenia y el mayor puerto del país.
Esa noche, militares keniatas y estadounidenses mantuvieron una reunión convocada apresuradamente en Nairobi, presidida por el presidente keniata. Todos admitieron que el plan de acción original norteamericano había quedado en agua de borrajas y que lo que estaba ahora en juego no era la liberación de Tanzania, sino la propia supervivencia del gobierno keniata aliado de Estados Unidos. Por la mañana, tras rápidas consultas con Washington a través de la línea de seguridad diplomática de la embajada estadounidense, las cuatro divisiones norteamericanas abandonaron sus bases, se dirigieron a Mombasa y dos días después atacaron a las fuerzas de la coalición.
Bajo circunstancias normales, las fuerzas estadounidenses probablemente hubieran aprovechado la ventaja y la victoria, pero aquellas no eran circunstancias normales. La guerra aérea continuó, pero el frente chino fue ampliándose; las bases aéreas norteamericanas en Kenia habían sido bombardeadas repetidamente, e incluso los esfuerzos por reabastecerlas desde el aire se vieron reducidos al mínimo nivel al incrementarse la fiereza de los ataques de los cazas chinos. Además, las cuatro divisiones solo contaban con una parte de su equipamiento normal —el resto descansaba en el fondo del océano Índico—, y las tropas a las que hacían frente incluían a experimentados veteranos curtidos en algunas de las más amargas guerras africanas.
El mayor inconveniente, sin embargo, era la superioridad aérea. El ejército estadounidense había dado tal importancia a la superioridad aérea en su doctrina militar, y la habían alcanzado tan sistemáticamente en campañas anteriores, que nadie tenía una idea clara de cómo librar y ganar una batalla sin ella. Los generales que habían usado el reconocimiento aéreo y los tenientes acostumbrados a solicitar ataques aéreos en pleno combate se quedaron desorientados cuando estos y otros pilares de la estrategia militar habitual ya no estuvieron disponibles. Como además los chinos reforzaron su control sobre el aire y transportaron más aeronaves de ataque terrestre, las fuerzas estadounidenses tuvieron que enfrentarse a la amenaza de ataques aéreos desconocidos, y los generales estadounidenses tuvieron que lidiar con el hecho de que sus movimientos fueran observados desde el aire. En última instancia, todo esto hizo mella en la moral de las tropas: desde los primeros días en los campos de entrenamiento, les enseñaban que la superioridad aérea garantiza la victoria, y no estaban preparadas para luchar contra un enemigo que les había arrebatado esa superioridad.
Descubrir cuál de estos factores decidió la batalla de Mombasa sigue siendo un problema para los historiadores militares. Sin embargo, los resultados no dieron lugar a dudas. Después de una semana de duros combates, las fuerzas de la coalición tomaron Mombasa y empezaron a avanzar por la principal autopista hacia Nairobi, mientras las maltrechas divisiones estadounidenses y sus aliados keniatas se batían en retirada. El presidente keniata huyó a Kisumu, en el extremo oeste del país, junto con su amante y su gabinete. Los reactores aún rugían en el sur, procedentes de las bases norteamericanas en el golfo Pérsico, para batirse con los cazas chinos con base en media docena de países africanos, y los misiles de crucero y los B-52 de Diego García seguían atacando cualquier cosa que se asemejara remotamente a un objetivo militar, pero a nadie se le escapaba que Estados Unidos estaba perdiendo la guerra.
 
 


Mientras tanto, en Estados Unidos había muy pocas personas que tuvieran una idea clara de cuán mala era en verdad la situación. Los principales medios de comunicación, tal y como habían estado haciendo durante décadas, aceptaban acríticamente todo lo que provenía de la Casa Blanca y del Pentágono. Algunos periódicos digitales contradecían todos y cada uno de los detalles de la versión oficial, pero el ruido de fondo que se genera en internet hacía muy difícil unir todas las piezas hasta poder formarse una imagen cabal de la situación. Aun así, ya habían aparecido algunas grietas en el muro de las negaciones. La fotografía del USS George Washington varado y abandonado en un banco de arena frente a la costa keniata causó auténtica sensación en internet, y dos miembros de la Cámara de Representantes habían solicitado sesiones de control sobre la guerra, pero las cúpulas de ambos partidos en la Cámara ignoraron la petición; a través del cargado aire de finales del verano, empezó a extenderse el sentimiento de que algo estaba yendo verdaderamente mal.
En la Casa Blanca, el presidente Weed no necesitaba elucubrar ni adivinar nada. Los informes de las fuerzas militares desplegadas en Kenia llegaban todos los días por vía diplomática; cuando Nairobi cayó, después de una feroz batalla de tres días cerca de Konza, se improvisó una nueva línea de comunicaciones desde Kimsu, en el extremo occidental del país. Casi todas las noticias eran malas. Los chinos habían enviado más aviones, así como sistemas de defensa antiaérea que volvían muy peligrosas las incursiones de los B-52 desde la base de Diego García (ya habían derribado dos bombarderos con misiles tierra-aire). Por consiguiente, no había forma de mandar suministros a las fuerzas estadounidenses y sus aliados keniatas, y tampoco era posible enviar una segunda flota, ya que los misiles de crucero chinos estaban al acecho y la pérdida de la superioridad aérea hacía que el transporte por aire fuera algo igualmente problemático.
Intentamos enviar drones Predator contra sus sistemas de defensa aérea por radar, pero fueron descubiertos y destruidos —explicó el director de la CIA—. La tecnología china está a la misma altura que la nuestra.
Lo que no dijo, pero Weed sabía perfectamente, era que en ese momento la tecnología china era mejor que su equivalente norteamericana, y que al menos media docena de países disponían de esa misma ventaja. Sin embargo, el motivo no era un misterio: casi todos los altos cargos que estaban en la habitación, empezando por el propio presidente, habían estado recibiendo donaciones a cambio de promover o aprobar programas militares más beneficiosos económicamente para la industria que útiles para el propio ejército.
Que si los chinos esto, que si los chinos lo otro… —dijo la consejera de Seguridad Nacional—. Hemos estado hablado de ellos cada minuto desde que esto empezó. Necesitamos hacer algo, no hablar.
El vicepresidente, que estaba sentado junto a ella, asintió, y el presidente inclinó la cabeza para escucharla.
En ese instante, el secretario de Defensa decidió que ya había tenido suficiente. Arrojó su carpeta de informes sobre la mesa, empujó la silla y se levantó.
Estáis locos, y lo digo completamente en serio. Desde el primer día habéis actuado como si nada pudiese ir mal, y cuando ha ido mal, habéis intentando jugar al doble o nada. —Se volvió hacia el presidente y dijo—: Jim, mañana tendrás mi renuncia por escrito.
Bill —masculló Weed—. Por Dios, ¡ahora no!
Razones personales —dijo el secretario—. Problemas de salud. Te daré todos los motivos razonables que quieras, pero considérame fuera.
Sonó un portazo detrás de él unos instantes después.

* * *

Los marines que estaban en el perímetro de vigilancia fueron los primeros en avistar a los mensajeros, que caminaban enarbolando una bandera blanca por la carretera principal que conducía a Kitale. La noticia se comunicó por radio unos minutos después al cuartel general de la ciudad de Endebess, situada aún más al oeste, en las faldas del imponente monte Elgon. La respuesta llegó de inmediato: “Coged un artillado y traedlos aquí”. Aunque a los marines les quedaban muy pocos y el combustible era escaso —al igual que la munición, la comida y todo lo demás—, se las arreglaron para reunir suficiente gasolina para el trayecto y enviar a los mensajeros al cuartel general.
El vehículo derrapó hasta detenerse frente a un colegio de primaria confiscado poco tiempo atrás. El teniente general Jay Seversky, el comandante norteamericano, saludó con desgana a los emisarios. Después de las presentaciones, el coronel tanzano que lideraba el grupo dijo:
Creo que sabe por qué estoy aquí, general. Usted y sus hombres han combatido muy bien, pero... —Se encogió de hombros—. Ya no hay nada que puedan hacer. El alto mando de la coalición ha ordenado el asalto final a sus posiciones. No le diré cuándo, pero será pronto. Quizás aguanten. Quizás resistan también el siguiente. Pero... —Se volvió a encoger de hombros—. Todos sabemos cómo acabará esto. Es solo una cuestión de cuántas vidas estén dispuestos perder.
Seversky asintió.
Me figuro que tiene una propuesta.
Por supuesto.
El coronel sacó un sobre de su chaqueta y se lo extendió. Seversky lo abrió, echó un vistazo a la hoja de papel y volvió a asentir.
Necesito tiempo para consultarlo con mis ayudantes.
Por supuesto —dijo de nuevo el coronel—. ¿Veinticuatro horas? Creo que podemos esperar ese tiempo.
Una vez que los hombres se fueron, Seversky volvió a coger la hoja de papel. Los demás oficiales de su Estado Mayor y los comandantes de las cuatro divisiones estaban esperando. Se fueron pasando la hoja hasta que esta hubo recorrido toda la mesa.
¿Se sabe algo de Washington? —preguntó Tom Blumenthal, el comandante de la 101ª División Aerotransportada.
Seversky suspiró.
Están, y cito textualmente, “evaluando las opciones para el envío de una fuerza de auxilio”.
Es decir, que esos malnacidos no pueden hacer una mierda —dijo Blumenthal. Nadie le discutió el comentario.
Durante un buen rato nadie dijo nada. Todos miraban a Blumenthal; un instante después, Seversky adivinó la razón. La 101ª Aerotransportada. La batalla de las Ardenas. “Y un huevo”.
Blumenthal se aclaró la garganta.
Si pensara por un solo momento que tenemos posibilidades de ganar —dijo—, diría que debemos luchar hasta el último hombre, pero... —bajó la vista— esto no es el cerco de Bastogne y Patton no está de camino. Creo que nos tenemos que enfrentar al hecho de que hemos sido derrotados.
La noticia de la rendición de las fuerzas estadounidenses llegó a la Casa Blanca media hora antes de que la difundieran todos los medios internacionales. Era la mañana de un martes de septiembre y el aire traía los primeros aromas del otoño. Weed miraba fijamente por el ventanal del Despacho Oval, deseando poder irse a pescar y realizar ese viaje que había preparado desde hacía meses. Imposible, al menos de momento. Con voz grave, se dirigió a su secretario de prensa y le dijo que citase a los medios para una importante comparecencia a las seis de esa tarde.
Pero antes tendría que afrontar noticias aún peores.

* * *

A las dos de la madrugada, hora local, fuerzas especiales chinas salían por la escotilla de un submarino en mitad del océano Índico y se acomodaban en botes hinchables, indetectables para el radar. Una hora después, se arrastraban por una playa pobremente vigilada cerca del extremo meridional de Diego García y se escondían en la densa selva del interior. Las armas con silenciadores y las cargas explosivas pasaron de mano en mano a medida que los cuatro grupos de ataque se preparaban para la misión. Los primeros artefactos detonaron sin previo aviso; para cuando la guarnición se dio cuenta de lo que estaba pasando, las fuertemente defendidas estaciones de radar de la isla estaban destruidas. Diez minutos después, una oscura forma alada —el primero de una docena de transportes de tropas indetectables cargados de soldados del Ejército de Popular Liberación— surgió de la oscuridad para aterrizar en la recién capturada carretera. Para la madrugada, toda la isla estaba en manos de los chinos.
Según se iban conociendo los detalles en la Sala de Crisis de la Casa Blanca, lo único que al presidente Weed le rondaba por la mente era una sensación de absoluta incredulidad. Diego García era el centro neurálgico de todas las fuerzas estadounidenses presentes en el Índico, un centro logístico y de inteligencia clave, además de la base desde la que los B-52 podían atacar desde África hasta el sudeste asiático. Perder Tanzania había sido un problema, perder Kenia había desencadenado una crisis, pero perder Diego García era… Meneó la cabeza en un intento por reflexionar.
¿Señor? —Un ayudante había entrado—. La conferencia de prensa.
Sí, sí. Por supuesto.
Aspiró profundamente y se dirigió a la puerta.
Fue sin duda uno de los mejores discursos de toda la carrera política de Jameson Weed. De manera improvisada —antes, mientras estaba sentado en el Despacho Oval, había elaborado un esquema mental, pero eso había sido antes de conocer las noticias sobre Diego García, y ahora ya estaba caminado hacia el atril— describió la situación, explicó lo que había ocurrido en Kenia, denunció en términos muy duros la actitud china y anunció la pérdida de Diego García.
Esperemos que la República Popular China no se equivoque —dijo—. Estados Unidos no dejará sin respuesta esta agresión infundada. Responderemos con toda la fuerza a nuestra disposición. No se ha descartado ninguna opción... —se inclinó hacia adelante, ojeroso y amenazante—: Ninguna en absoluto.
Media hora más tarde, la embajada estadounidense en Beijing informó de los detalles al gobierno chino: a menos que China retirara sus fuerzas de África oriental y de la base de Diego García, Estados Unidos tomaría represalias con armas nucleares tácticas. La respuesta china no se hizo esperar y se difundió públicamente. Ante una multitud de periodistas, el primer ministro chino informó con aspereza al mundo de que su país nunca cedería a las amenazas y de que cualquier ataque contra territorio chino o contra fuerzas armadas chinas recibiría la correspondiente respuesta. Mientras hablaba, los diplomáticos chinos les dejaron claro a sus homólogos estadounidenses que “la correspondiente respuesta” conllevaba el lanzamiento de misiles balísticos intercontinentales contra las ciudades estadounidenses.
Esa noche, el presidente ruso compareció ante las pantallas de televisión de todo el planeta. Con franqueza eslava, dejó de lado las evasivas que los otros líderes habían usado en público.
La Federación Rusa ha sido informada de que Estados Unidos ha amenazado a China con un ataque nuclear. Dichas amenazas son inaceptables en el mundo actual. Por tanto, es mi deber señalar que los tratados firmados entre la Federación Rusa y la República Popular China nos obligan a responder con nuestro arsenal nuclear si esta última es atacada con armas nucleares.

* * *

Cualquiera que viviera los tres días siguientes jamás los olvidaría. Siete mil millones de personas que habían llegado a pensar que las nubes con forma de hongo solo eran un mal recuerdo de la Guerra Fría, tuvieron de pronto que enfrentarse a la perspectiva de una guerra nuclear inminente. Las palabras desafiantes de Washington, las orgullosas refutaciones de Beijing y la frenética actividad diplomática de las Naciones Unidas daban una idea del pánico que se apoderó de todo el planeta. Las palabras del emperador de Japón, transmitidas en directo a una audiencia mundial (“Japón es, de entre todas las naciones del mundo, la única que ha sufrido un ataque con armas nucleares, y es nuestro deseo más profundo que ninguna otra nación comparta ese mismo destino amargo. Les pedimos —no, les suplicamos— a los líderes de las potencias enfrentadas que den un paso atrás y se alejen del borde de ese terrible abismo”), reflejaron el sentir de miles de millones de personas. Mientras tanto, en los silos de misiles balísticos, las bases de bombarderos y los submarinos, hombres y mujeres jóvenes aguardaban órdenes que, en cualquier caso, significarían el fin del mundo.
En Estados Unidos, los planes de protección civil, que se remontaban a la administración Eisenhower, fueron desempolvados y activados. Uno de ellos disponía que el Sistema Nacional de Defensa de Autopistas Interestatales —más conocido como “vías libres nacionales”— fuera cortado al tráfico de vehículos civiles. Había buenas razones prácticas para dar ese paso, pero nadie había pensado en lo que pasaría cuando millones de estadounidenses trataran de huir de los objetivos urbanos y se encontraran barricadas en las autopistas. El primer día de la crisis, la mayoría de la gente estaba demasiado aturdida para hacer otra cosa que seguir las instrucciones que los medios de comunicación repetían constantemente —“quédese en casa”, “busque refugio”, “está más seguro en casa que fuera”—, pero la noche siguiente hizo que las dudas aumentaran.
A la mañana siguiente, los habitantes de las grandes ciudades de todo Estados Unidos trataron de huir. Las calles se llenaron rápidamente, generando gigantescos atascos de más de sesenta kilómetros en que los parachoques de los coches tocaban los de los que tenían delante y detrás. Inevitablemente, quienes veían que esa ruta estaba bloqueada lo intentaban por las autopistas, y ahí se encontraban con barricadas custodiadas por policías, unidades de la Guardia Nacional y tropas del Departamento de Seguridad Nacional equipadas con las armaduras negras de los antidisturbios. El punto álgido llegó con la puesta del sol en Trenton, Nueva Jersey, donde una multitud aterrada, convencida de que los misiles estaban ya en camino, trató de saltar las barricadas en la avenida John Fitch. Entre la multitud alguien tenía un arma de fuego, se oyeron disparos, un oficial de la Seguridad Nacional sin experiencia entró en pánico y ordenó a sus tropas abrir fuego. Cuando se dejaron de oír los disparos, treinta y siete civiles yacían muertos y más de cien estaban heridos.
El gobierno trató de impedir que se difundiese la noticia de la que vendría en llamarse “matanza de Trenton”. Los medios de comunicación ya habían sido sometidos a la censura propia de las épocas de guerra y las redes sociales fueron presionadas para suprimir cualquier referencia al tiroteo tan rápido como aparecían, pero el correo electrónico y los teléfonos eran más difíciles de controlar. Peor aún, la falta de una información precisa alimentaba rumores terroríficos. Mientras los estadounidenses se acurrucaban en refugios improvisados a lo largo y ancho de todo el país, resultaba demasiado fácil creer cualquier cosa de un gobierno dispuesto a sumir al mundo en una guerra nuclear. En el proceso, para muchísimos norteamericanos, Estados Unidos dejó de ser “nosotros” y se convirtió en “ellos”.
Aquello traería aparejadas consecuencias enormes en un futuro cercano, pero también hubo otras más inmediatas. En Austin, esa noche, tras una avalancha de llamadas de electores preocupados, el gobernador de Texas hizo uso de su poder ante la compañía telefónica y consiguió línea para hablar con un amigo suyo de Trenton, quien le dio buena cuenta de lo que había sucedido. El gobernador pudo imaginarse fácilmente lo que pasaría si un incidente similar ocurriera en la orgullosa Texas, tan amante de las armas; su siguiente llamada fue al Departamento de Seguridad Nacional.
El oficial lo interrumpió a mitad de la frase con un desabrido “nosotros-tenemos-nuestras-órdenes”, y la conversación degeneró en una discusión a voz en grito. El gobernador colgó de malas maneras el teléfono y soltó una blasfemia que dejó atónitos a sus ayudantes. Se levantó bruscamente de la mesa, empezó a pasearse por la habitación —una inequívoca señal de peligro que todo el mundo en la oficina del gobierno estatal conocía y temía— y volvió a descolgar el teléfono para llamar a un viejo camarada del ejército que por entonces era el comandante de la Guardia Nacional de Texas y a un aliado político que era el jefe de los Rangers de Texas. Ambos habían sido sometidos a la autoridad de Seguridad Nacional mediante una orden ejecutiva mientras durase la crisis, pero un choque entre las órdenes de Washington y las lealtades de Texas solo podía tener un resultado.
A continuación, el gobernador llamó de nuevo a Seguridad Nacional.
Escúchame, hijo de puta —dijo, ensartando el aire con un dedo del tamaño de una salchicha—. Ya no tenéis ninguna potestad en mi estado. La Guardia Nacional de Texas y los Rangers asumirán la seguridad pública en este estado, bajo mi mando.
No puede hacer eso —balbuceó el oficial.
¡Ponme a prueba! —vociferó, haciendo otra peineta con el dedo—. Saca a tus matones de mi estado en veinticuatro horas. ¿Me oyes? ¡En veinticuatro horas!
Colgó con violencia el teléfono. Minutos más tarde, desde otro teléfono, empezó a llamar a colegas de copas suyos que resultaron ser también los gobernadores de media docena de estados del Sur.
En todo el país, cuando comenzaba el tercer día de la crisis nuclear y las noticias sobre la matanza de Trenton ya se habían propagado, la misma situación se repetía a muchas escalas diferentes, y el gobierno federal comenzó a perder el control de sus fuerzas de seguridad. En algunos lugares, los agentes de policía se negaron a defender las barricadas o simplemente las abrieron y dejaron cruzar a la gente. En otras ciudades, la Guardia Nacional se quedó en sus cuarteles o directamente se unió a la multitud llevándose consigo sus armas reglamentarias. Texas estaba desafiando abiertamente al gobierno federal —el director de Seguridad Nacional en ese territorio, después de multitud de llamadas frenéticas a Washington, huyó a Denver—, y otros cuatro estados estaban a punto de unirse al de la estrella solitaria.
Puede que fuera esta dura realidad, sumado a las otras presiones a las que se enfrentaba, lo que convenció a Jameson Weed de usar la única vía posible de poner fin a la crisis. Esa noche, poco antes de la medianoche, se reunió con el secretario general de las Naciones Unidas y acordaron decretar un alto el fuego.
 
 


Las campanas de las iglesias repicaron toda la noche; completos desconocidos se abrazaban y se besaban o hincaban las rodillas en el suelo para rezar juntos, en función de sus inclinaciones; el boom de natalidad registrado nueve meses más tarde reveló la cantidad de estadounidenses que habían celebrado el descubrimiento de que la vida continuaría. En todo el planeta, los equipos y tripulaciones de los silos de misiles, las bases de bombarderos estratégicos y los submarinos suspiraron aliviados al comunicárseles que el estado de máxima alerta había finalizado. En Estados Unidos, los escasos efectivos de los cuerpos de seguridad y de la Guardia Nacional que todavía defendían barricadas en autopistas o edificios gubernamentales abandonaron sus puestos y se unieron a la alegre multitud. La amenaza de una guerra nuclear había pasado.
Pese a todo, mientras la fría y gris mañana se cernía sobre Washington, Jameson Weed evaluó los restos de su mandato presidencial y, abatido, dejó caer la cabeza sobre las palmas de las manos. Un equipo de negociadores saldría en breve hacia Ginebra, al encuentro de sus homólogos chinos y tanzanos para alcanzar un acuerdo de paz. No importaba lo aplicados e inflexibles que se mostraran allí los diplomáticos estadounidenses; el presidente sabía que aquel tratado significaría una amarga derrota para Estados Unidos, y su sólido conocimiento de la política nacional le indicaba exactamente quién iba a ser culpado de ello.
El tratado, como se comprobó después, fue sorprendentemente indulgente. Ninguno de los contendientes debía admitir ofensa alguna o pagar indemnizaciones; Estados Unidos solo tenía que aceptar el nuevo statu quo en África oriental y ceder sus derechos sobre Diego García —de todas maneras, propiedad del Reino Unido— a la República Popular China. Dado que Estados Unidos no tenía forma alguna de plantear exigencias, quedó claro que no había margen para sutilezas. El tratado se firmó a comienzos de octubre y lo ratificó un sombrío Congreso tres días después.
Sin embargo, antes de que eso ocurriera, dos nuevos acontecimientos ahondaron la crisis que atravesaba el país. El primero se produjo a raíz de la decisión de una cadena de televisión de revelar la historia del desastre naval. En parte se debió a una decisión política —la cadena tenía vínculos estrechos con el más firme candidato presidencial del otro partido— y en parte a una decisión puramente comercial del mundo mediático, pero en cualquier caso fue un duro golpe para la moral nacional. La cadena encontró supervivientes de las tripulaciones que habían sido evacuadas a Europa antes de la caída de Mombasa y emitió el testimonio de analistas que llevaban décadas alertando a la marina de la obsolescencia de los portaaviones en la era de los misiles de crucero. Por supuesto, el resto del mundo mediático se unió enseguida al frenesí informativo.
El segundo evento fue todavía más demoledor. Conforme el mundo empezaba a hacerse a la idea de que Estados Unidos ya no era la nación más poderosa del planeta, el sector financiero empezó a vender activos valorados en dólares. La venta empezó por los productos especulativos de más alto riesgo, pero se extendió rápidamente al resto de los valores, hundiendo la cotización del dólar. Los intentos desesperados de los bancos centrales por frenar el colapso de nada sirvieron ante una espiral de pánico a medida que los inversores estadounidenses y de todo el mundo se apresuraban a deshacerse de sus dólares a cualquier precio. Mientras la moneda nacional se hundía respecto a otras divisas, el precio de la gasolina se disparaba hasta los 12 dólares el galón y continuaba su ascenso a la vez que muchos artículos de importación desaparecían de los estantes por su coste prohibitivo.
Entonces, justo una semana antes de la firma del tratado de paz, uno de los mayores bancos de inversión del país se declaró en quiebra. Antes del estallido de la guerra, sus operadores bursátiles habían hecho uso de sus conocimientos sobre la política norteamericana para iniciar una actividad febril en el mercado de derivados financieros, comprando activos que debían revalorizarse una vez que el cambio de régimen en Tanzania tuviera lugar. La posibilidad de una derrota de Estados Unidos nunca se les pasó por la cabeza, y el riesgo imprevisto los dejó irremisiblemente en números rojos. Los banqueros pidieron entonces auxilio a Washington, solo para darse cuenta de que imprimir miles de millones para un rescate bancario cuando el valor del dólar estaba en caída libre no era la mejor opción. El siguiente viernes, después del cierre de los mercados, un ejecutivo de Goldman Sachs anunciaba con aspecto macilento que su firma estaba en quiebra y que iba a echar el cierre. En las seis semanas siguientes, los índices bursátiles norteamericanos acumularon pérdidas medias equivalentes a un tercio de su valor, volatilizándose así decenas de billones de dólares en títulos y, con ellos, ocho compañías financieras consideradas “demasiado grandes para caer”.
Sin embargo, mucho antes de que este proceso concluyera, el país ya tenía un nuevo presidente. Dos días después de la firma del armisticio, al mismo tiempo que aviones repletos de prisioneros de guerra norteamericanos despegaban de Nairobi rumbo a casa, Jameson Weed compareció por última vez tras el atril presidencial para anunciar su dimisión. Su discurso final fue sencillo y solemne: asumió por entero la responsabilidad de los errores cometidos durante su mandato, expresó su total confianza en su vicepresidente y sucesor y, expresó su deseo de que Dios bendijera a la nación. Tras la comparecencia, el ex-presidente Weed se retiró a sus aposentos, sacó un revólver del cajón de su escritorio y se descerrajó un tiro en la sien.

* * *

El nuevo presidente, Leonard Gurney, probablemente no era el mejor candidato para la difícil tarea que tenía de repente por delante. Lo deseable hubiera sido un comunicador talentoso con dotes para detectar y moldear el pulso de la opinión pública, pero Gurney carecía por completo de tales aptitudes. Vástago de una rica familia y encumbrado con el objetivo de conciliar las distintas facciones de su partido, Gurney apenas comprendía los entresijos de la política práctica ni tampoco la grave situación en que la guerra de África oriental y las consecuencias posteriores habían sumido al pueblo norteamericano. Sus prioridades eran restablecer la autoridad del poder ejecutivo y financiar la reconstrucción de un aparato militar que permitiera a Estados Unidos recuperar el liderazgo que China le había arrebatado y, con ello, su papel de amo y señor del mundo.
Era un programa irremisiblemente desvinculado de la realidad de los tiempos que corrían. Multitudes enfervorizadas dieron la bienvenida en Beijing a un nuevo orden internacional en el que Estados Unidos ya no constituía la única superpotencia mundial, y en el que incluso cabía la posibilidad de que pronto dejara de serlo. Como consecuencia de la guerra en África oriental, un creciente número de antiguos aliados de Estados Unidos invitaron a las tropas norteamericanas estacionadas en su territorio a abandonar el país al tiempo que se ofrecían a los chinos. En realidad, entre la caída de los ingresos fiscales, el hundimiento del dólar y la tendencia a la baja del mercado de letras del Tesoro —los T-bills—, Estados Unidos no podía mantener por más tiempo las bases que tenía a lo largo y ancho del mundo, ni tampoco los grupos de portaaviones que un día fueran la piedra angular de su poder militar, pero que ahora resultaban tan obsoletos como un buque de guerra de vapor. Gurney y sus asesores, incapaces de comprenderlo, solicitaban dinero a los ciudadanos de una nación al borde de la bancarrota para financiar proyectos militares grandiosos que pudieran reavivar el poderío estadounidense, mientras China desguazaba su único portaaviones y lo reemplazaba por una flota de barcos pequeños y veloces de bajo presupuesto, una decisión que sería adoptada por otras potencias emergentes como India y Brasil.
Peor aún, los esfuerzos del gabinete de Gurney coincidieron en el tiempo con un momento en que los problemas económicos ocupaban un lugar cada vez más central en la vida de los ciudadanos. El colapso del dólar y el acusado descenso de las importaciones paralizaron la economía de ambas costas y, a pesar de que los estados del Medio Oeste agrícola estaban experimentando un modesto boom y florecían industrias manufactureras que antaño no habían sido competitivas en el mercado interior, este leve repunte de la actividad económica no era capaz de compensar el empobrecimiento de decenas de millones de norteamericanos cuyo sustento dependía de una manera u otra de un sistema financiero en pleno declive. Desde jubilados con ingresos fijos hasta familias acomodadas con patrimonios heredados —todos aquellos cuya riqueza se basara en activos fiduciarios— se encontraron de pronto sumidos en la pobreza.
Si bien antes de la guerra ya había campamentos de gente sin techo en los suburbios de las mayores ciudades norteamericanas, su número —y el de sus habitantes— se disparó cuando el otoño dio paso al invierno. Relatos sobre muertes por hipotermia y desnutrición comenzaron a aparecer en los medios. El colapso de la economía, añadido a la derrota en la guerra, a la matanza de Trenton y a la completa desconexión entre las acciones de la administración y la realidad de la posguerra, sumió al país en una crisis de legitimidad, una crisis de la que Gurney y sus asesores no parecían percatarse en absoluto. Discurso presidencial tras discurso presidencial insistiendo en que la solución a la crisis económica vendría de la creación de puestos de trabajo relacionados con la defensa y la recuperación del poder estadounidense en el mundo, no hacían otra cosa que generar resentimiento y, peor aún, desafección.
A falta de un liderazgo sólido en la Casa Blanca, la presión sobre el Congreso para que este hiciera algo —o al menos lo aparentase— por solucionar el rápido aumento de la pobreza resultaba cada vez más difícil de obviar. La falta de entendimiento entre ambos partidos, instigada por unos electores que premiaban las posturas más intransigentes, proseguía, y a pesar de que los discursos continuaban subiendo de tono con el agravamiento de la crisis, había pocas soluciones de calado que fueran aceptables para ambas partes. Mientras que un partido insistía en incrementar el gasto público y el otro lo hacía en bajar los impuestos, el hundimiento del mercado de letras del Tesoro dejaba claro que los días del crédito fácil y el consumo no podrían volver sin convertir el hundimiento del dólar en una espiral de la muerte.
Fue así, fruto de la desesperación que suscitaba esta situación de punto muerto, que se aprobó la Ley por la Nueva Prosperidad Americana (LNPA), redactada por una comisión formada por miembros de ambos partidos. Aunque era más gruesa que el listín telefónico de Los Ángeles y estaba repleta de dádivas y prebendas a una plétora de intereses creados y “causas solidarias” para mayor lucimiento de las estrellas mediáticas, la nueva ley también propugnaba la creación de un amplio programa de asistencia social, cuyo coste sería sufragado prácticamente en su totalidad por los estados.
Los unfunded mandates (programas federales impuestos a los estados sin que Washington aportara fondos para su implantación) eran la manzana de la discordia desde hacía décadas. La LNPA no era especialmente gravosa en comparación con otros programas anteriores, pero fue promulgada cuando numerosos estados había suspendido el pago de su deuda y algunos se encontraban en dificultades incluso para pagar las nóminas. Los gobiernos estatales presionaron en vano para impedir la aprobación de la LNPA; la ley fue aprobada por la Cámara de Representantes en enero, ratificada en el Senado a comienzos de marzo y firmada por el presidente unos días después. La semana siguiente, la asamblea legislativa de Arkansas adoptaba por unanimidad el acuerdo de convocar una convención constitucional con el objetivo de aprobar una enmienda que ilegalizara todos los programas federales que no contaran con financiación.

* * *

La reacción inicial del establishment de Washington y de los medios de comunicación ante el proyecto de ley aprobado por Arkansas fue mofarse de él. La Constitución estadounidense concedía a las asambleas estatales la facultad de convocar una convención constitucional si dos tercios de los diputados respaldaban la propuesta, e incluso permitía aprobar la enmienda si tres cuartas partes de los estados le daban el visto bueno, pero nunca se había hecho uso de esta potestad; había pasado más de un siglo desde el último intento. La burla más común al respecto en los debates televisivos especulaba sobre la posibilidad de volver a redactar la Constitución en el dialecto de Arkansas.
A la semana siguiente, Montana y New Hampshire aprobaron resoluciones idénticas, así que las chanzas cesaron al instante. Expertos de toda índole hacían declaraciones tratando de explicar que la reforma de la Constitución era en cualquier caso una potestad del Congreso. Los datos que reflejaban algunas encuestas manipuladas insistían en que la mayoría de los norteamericanos se oponían a la convención, pero las asambleas estatales hicieron caso omiso de ellos: tenían sus propios medios para evaluar el sentir de la opinión pública, y lo que detectaron fue que los ciudadanos ansiaban que la Constitución fuera enmendada. Además, ya no se trataba solo de la imposición de programas federales sin fondos, sino que en el último año había arraigado entre los ciudadanos la percepción de que el sistema estaba corrompido de arriba abajo y de que necesitaba algo más que un cambio cosmético.
Cuatro estados más apoyaron la convocatoria de una convención constitucional una semana después, y otros cinco lo hicieron la siguiente. En ese punto, los gobiernos estatales, viendo que la posibilidad de forzar un cambio de calado estaba en sus manos, dieron rienda suelta a sus anhelos. Pasadas otras dos semanas, solo faltaban unos pocos votos más para alcanzar el mágico número de treinta y cuatro estados favorables a la convención.
En ese momento el Congreso entró en pánico, abrogó la LNPA y empezó a redactar una enmienda propia que limitaría, pero no prohibiría, los programas federales desprovistos de fondos. Sin embargo, fue un gesto que se quedó muy corto y que llegaba tarde: la idea de que la Constitución necesitaba una revisión a fondo cobraba cada vez más fuerza; los políticos de todos los estados apoyaban una reforma u otra, y a la agitación se unieron incluso algunos miembros de la Cámara de Representantes capaces de notar en qué dirección soplaba el viento político. El presidente Gurney criticó repetidamente la celebración de una convención constitucional en sus discursos semanales colgados en la página web de la Casa Blanca, pero tenían escasos lectores.
El 24 de abril, Oregón se convirtió en el trigésimo cuarto estado en apoyar la convocatoria de la convención, y otros cinco estados se unirían a él a lo largo del mes siguiente, impidiendo así cualquier argucia legal en su contra. El gobierno federal intentó que la convención se celebrara en Filadelfia, pero no lo logró; los delegados se reunirían en Saint Louis, en el estado de Missouri, a principios de septiembre. El Congreso ejerció su derecho a decretar que cualquier nueva enmienda debía ser ratificada mediante referéndums en tres cuartas partes de los estados, en lugar de ser aprobada por tres cuartas partes de las asambleas estatales, con la esperanza de que eso dificultara que los gobiernos estatales se hicieran con el poder. Meses más tarde se demostraría el garrafal error de cálculo que esta medida suponía.
Los mítines, discursos y manifestaciones marcaron unos comicios que, estado a estado, condujeron a la elección de los 250 delegados llamados a reinventar la Constitución. Más de doscientos libros abogando por una u otra reforma vieron la luz durante aquellos meses de frenesí, y ciudadanos de todo el espectro político, incluidos los identificados con las más disparatadas fantasías progresistas y liberales, depositaron esperanzas extraordinarias y a la vez incompatibles en la convención. Años más tarde, los mentideros alimentaron el rumor de que habían sido los grandes partidos nacionales los que habían fomentado esa proliferación de puntos de vista extremistas y facilitado la elección de delegados radicales, con la esperanza de conseguir así bloquear la convención. De ser ello cierto, constituyó un error de cálculo aún mayor.

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La convención constitucional [repárese en la similitud con la Convención de Filadelfia de 1787; n. de los t.] inició sus sesiones el 5 de septiembre, en medio de un gran despliegue de los medios de comunicación internacionales. Al principio todo fue como la seda; la enmienda destinada a prohibir los programas federales sin fondos, así como otras medidas contra los abusos del poder federal contra los estados, fueron discutidas y aprobadas sin dificultad. Los líderes de las facciones más moderadas trataron entonces de que se pusiera punto final a la convención y de que se decretara que era el momento de volver a casa.
La moción fue rechazada por una mayoría aplastante. La mayor parte de los delegados que se habían desplazado a Saint Louis, así como la mayoría de sus electores, querían más, mucho más. Así, conforme la convención proseguía, las dificultades empezaron a aflorar, constatándose así que las aspiraciones de la gente diferían tanto que encontrar puntos en común era imposible. Los estados republicanos querían reforzar el derecho a tener armas, mientras que los estados demócratas lo querían erradicar. Algunos querían salvaguardar a toda costa el derecho a decidir sobre el aborto, mientras que otros exigían una enmienda que garantizase los derechos del feto. Prácticamente cualquier cisma social que existiera en el seno de la sociedad estadounidense salió a relucir en los debates. Otras propuestas polémicas, como imponer férreos límites al poder del presidente para impulsar acciones de guerra sin el visto bueno del Congreso, limitar estrictamente la potestad de este último para aprobar leyes sin el consentimiento de los estados y sus ciudadanos, así como muchas otras iniciativas, vinieron a añadirse a las discrepancias ya existentes y encendieron aún más los debates.
Se daba la circunstancia de que los delegados de la convención se sentaban por estados, en orden alfabético. Así, una de las delegadas por Utah se sentaba junto a otro que lo era por Vermont. Al final de la tarde del 18 de septiembre, tras un día de debates encarnizados, la delegada por Utah se recostó en la silla y dijo con hastío:
Tengo una idea. ¿Por qué no disolvemos la Unión para que cada uno pueda tener lo que quiere?
Podría aceptarlo —soltó el delegado por Vermont.
Ella se quedó pensativa por un momento.
Estoy empezando a pensar que bastantes de nosotros podríamos hacerlo.
Ambos trabajaron en los detalles de esa idea en la vacía sala de reuniones, acompañados de comida tailandesa para llevar. Ambos eran licenciados en derecho y tenían un ejemplar de la Constitución con todas las enmiendas que habían sido distribuidas entre los delegados, de modo que no les llevó demasiado tiempo redactar lo que terminaría siendo la 28.ª enmienda:

Art. 1: La Unión queda disuelta, y los estados tendrán la libertad de decretar las medidas que crean convenientes para garantizar su bienestar.

Art. 2: Todos los bienes del antiguo gobierno federal en cada uno de los estados, en el momento en que esta enmienda sea ratificada, pasarán a ser propiedad de dicho estado.

Art. 3: Todos los bienes del antiguo gobierno federal fuera del territorio de la Unión serán repartidos con arreglo a acuerdos entre los estados.

A la mañana siguiente, ambos delegados presentaron la enmienda ante el comité pertinente. La respuesta fue un largo silencio lleno de estupefacción. La enmienda cumplía todos los requisitos formales y sería debatida al día siguiente. Mucho antes de que eso sucediera, todos los allí presentes, desde los delegados hasta el personal de cocina del centro de convenciones, tuvieron la sensación de que algo extraordinario había ocurrido. Se había cruzado una línea y ya no había marcha atrás.
 
 


En cuestión de horas, gracias a los medios de comunicación que informaban minuto a minuto desde Saint Louis, la noticia sobre la propuesta de disolver la Unión se propagó por el planeta como un reguero de pólvora. La reacción más común fue desecharla y tomársela como una broma de mal gusto. Un comentarista escribió esperanzado que el bulo podría provocar que la convención entrase finalmente en razón. Unos pocos artículos detallaron la biografía de los dos delegados que habían propuesto la medida, dándoles sus primeros quince minutos de fama —volvieron a aparecer en las noticias dos años después, esta vez en relación con su boda—, mientras los medios trataban de centrarse en los temas que consideraban realmente importantes.
Durante los días siguientes, sin embargo, la propuesta cobró vida propia. A lo largo y ancho del país, en los bares, las salas de estar y los grange halls, la gente no hablaba de otra cosa; reuniones públicas y mítines atrajeron a grandes multitudes, y cada día que pasaba más personas respaldaban la propuesta. Mientras tanto, el foro lanzado en internet para que el público comentara los debates de la convención se colapsó tres veces en otras tantas horas, inundado de comentarios sobre la disolución de la Unión. Para el 4 de octubre, el día en que estaba prevista la votación de la propuesta en la convención, los comentarios en el foro a favor de la disolución eran diez veces más numerosos que los de quienes se oponían a ella.
Los políticos y expertos estaban descubriendo para su horror lo que observadores más perspicaces habían percibido mucho antes: que Estados Unidos hacía tiempo que se había resquebrajado culturalmente y que el país solo permanecía unido porque el poder del gobierno federal hacía que la secesión fuera algo inalcanzable. Ahora, no obstante, lo impensable era una opción real. Cada región vio la oportunidad de conseguir lo que quería sin tener que bregar con los enormes abismos culturales del país; los estados occidentales, en los que hasta el 90 por ciento de la tierra era propiedad del gobierno federal y, por tanto, estaba exenta de impuestos y tributos estatales, echaron cálculos y vieron cuán fácilmente podrían equilibrar sus presupuestos una vez que todos los terrenos cayeran en sus manos; los políticos estatales más ambiciosos empezaron a soñar con dirigir países independientes, y la idea de quitarse de encima la losa de la astronómica deuda federal mediante la simple disolución del gobierno que cargaba con ella rondaba por la mente de mucha gente. Para ellos y para muchos otros estadounidenses, la disolución parecía ofrecer posibilidades deslumbrantes, y pocos eran los que tenían en cuenta los enormes inconvenientes.
La noche del 3 de octubre, los detractores de la medida echaron cuentas y se percataron de que carecían de los votos suficientes para evitar su aprobación. Gracias a maniobras parlamentarias consiguieron aplazar la votación hasta el día siguiente, pero eso no hizo más que desencadenar una reacción popular que convenció incluso a los observadores más optimistas de que algo drástico estaba en marcha. Previamente ya se habían convocado concentraciones para el 4 de octubre, y estas crecieron en tamaño a medida que se fue sabiendo que la votación había sido aplazada. Aquella noche, a lo largo de todo el país las multitudes se congregaron y corearon consignas en la oscuridad iluminada por el fuego. Saint Louis fue testigo de una de las mayores manifestaciones, con muchedumbres gritando y marchando más allá del centro de convenciones durante más de tres horas. Los delegados miraban el mar de caras preguntándose en qué terminaría todo aquello.
La votación sobre la propuesta de disolución de la Unión llegó finalmente el 6 de octubre. A pesar de los exaltados alegatos de sus detractores, la propuesta se aprobó por una amplia mayoría. Otra votación desestimó la enmienda que hubiese servido para prohibir los programas sin fondos —a falta de un gobierno federal esta propuesta era irrelevante— y una tercera votación puso punto final a la convención. En el momento en que sonó el último mazazo dándola por finalizada, la sala estalló en gritos airados y hubo forcejeos y empujones, pero la suerte estaba echada: la que sería, en caso de ser refrendada, la vigésimo octava y última enmienda a la Constitución iniciaba su andadura hacia la ratificación final.
La decisión del Congreso de exigir que las enmiendas fuesen ratificadas por convenciones estatales en lugar de por las asambleas se estaba volviendo, pues, en contra del establishment de la capital. La balanza de la lucha de poder entre los estados y el gobierno federal se había inclinado en favor del pueblo, y si los delegados que este eligiera para las convenciones de ratificación apoyaban la disolución, no habría forma constitucional alguna de detener la propuesta; por ley, una enmienda a la Constitución estadounidense entraba en vigor en el mismo momento en que era ratificada, sin que fuera necesario promulgar ninguna legislación adicional. A medida que las multitudes marchaban, sin embargo, había al menos una persona que estaba planteándose hacer caso omiso de la Constitución; y en teoría tenía el poder para hacerlo.

* * *

El almirante Roland Waite, presidente del Estado Mayor Conjunto, andaba con paso firme por un pasillo del Pentágono hacia “el tanque”, la sala de conferencias insonorizada donde los miembros del Estado Mayor solían reunirse. El vicepresidente y los altos mandos de las diferentes fuerzas armadas estaban allí, pero también el DCI y el DNS, los directores de la CIA y la NSA respectivamente, junto con los principales funcionarios de los organismos que conformaban el poder ejecutivo. La mayor parte del poder que aún detentaba el gobierno federal estaba concentrado en aquella habitación.
¿Ha visto al presidente? —preguntó el general Mendoza, comandante del Cuerpo de Marines.
Sí. —Waite tomó asiento en una silla de la larga mesa ubicada en el centro de la habitación—. Cada vez que voy allí estos días me pregunto si soy el único adulto en el edificio. —El comentario provocó risas incómodas—. Sigue obstinado en una respuesta militar —continuó Waite, y las risas cesaron—. Hoy me ha ordenado literalmente “poner en marcha el asunto”: movilización de tropas, logística, todo. Tiene a los del Departamento de Justicia trabajando en pretextos legales.
Los necesitarán para imponer la ley marcial —dijo el general Wittkower, el vicepresidente del Estado Mayor.
No se trata solo de la ley marcial. —Waite se inclinó hacia adelante—. Quiere todo el país bajo un régimen militar. El Departamento de Seguridad Nacional está confeccionando una lista de personas susceptibles de ser confinadas en campos de internamiento, ese tipo de cosas.
¡Santo Dios! —dijo Wittkower—. Pretende dar un golpe de Estado.
¿Creen que podríamos lograr que triunfara? —preguntó Mendoza.
El director de la CIA contestó.
En el mejor de los casos sí, pero ahora mismo tenemos que afrontar una gran insurrección en el Oeste respaldada con armas y dinero por China; Beijing no será tan estúpido como para perder una oportunidad como esa. ¿En el peor de los casos? La Guardia Nacional y algunas unidades del ejército se pondrían del lado de la Unión y tendríamos una nueva guerra civil, con China respaldando al otro bando. ¿Podríamos ganar? Demonios, esa es una buena pregunta.
Eso ya se planteó en 1861 —dijo Mendoza.
En 1861 —terció Wittkower— una región quería escindirse y el resto del país dijo que no. ¿Y ahora? El Norte quiere deshacerse del Sur tanto como el Sur quiere hacerlo del Norte, por no mencionar a los estados del Oeste. Me encantaría poder decir que contamos con el ejército, pero lo que estoy oyéndole decir a nuestra gente de seguridad no es nada bueno, y respecto a la Guardia Nacional es peor.
Parece haber un montón de dinero apoyando la disolución —dijo Waite—. ¿Dinero chino?
Esa es una buena pregunta —respondió el director de la CIA—. Estados Unidos se ha creado un montón de enemigos, y China solo es uno más de ellos. Hemos intentado rastrear los fondos, pero quienquiera que sea sabe cómo borrar sus huellas.
¿Qué opina Wall Street de todo esto? —preguntó Wittkower.
Depende de a quién se lo preguntes —dijo uno de los civiles, un burócrata de carrera del Departamento del Tesoro—. Algunas empresas están aterradas ante la perspectiva de la disolución y otras están a la expectativa para sacar tajada. ¿Un gobierno militar? Eso no sería un problema, ellos son conscientes de que pueden trabajar con nosotros. La insurgencia o la guerra civil ya son otro asunto. Aunque ganáramos, dicen, la conflagración arruinaría por completo nuestra economía y pondría el resto del mundo en manos de Beijing. Y si no ganáramos acabarían todos colgados de farolas, y lo saben.
Justo al lado de ti y de mí —dijo Mendoza. Nadie se rió; todos sabían que el comandante de los marines tenía razón.
Hete aquí la cuestión que realmente importa. —Waite miró todas y cada una de las caras alrededor de la mesa—: ¿Alguno de ustedes piensa que podemos conseguir que esto funcione? —Nadie respondió. Tras una larga pausa, Waite dijo—: Bien. —Se puso en pie—. Creo que todos sabemos qué es lo que viene a continuación.

* * *

P. T. “Pete” Bridgeport se presentó a las ocho de la mañana siguiente a su charla semanal con el presidente. Tras una brillante carrera como senador durante tres legislaturas, se había convertido en la opción más clara para asumir la vicepresidencia tras la dimisión de Weed. A Bridgeport no le gustaba Gurney ni confiaba en él, pero la política es la política y un trabajo es un trabajo; adoptó su sonrisa más amigable y cruzó la puerta. Encontró al presidente mirando fijamente en dirección a una pantalla plana, con la cara pálida y la expresión de un hombre recién estrangulado.
Santo Dios, Lon —dijo Bridgeport—. ¿Qué es eso?
El presidente permaneció con la mirada fija en la pantalla y no dijo nada. Bridgeport se acercó para verlo por sí mismo. Un noticiario mostraba al almirante Waite vestido de uniforme en uno de los despachos del Capitolio. El texto “ALMIRANTE WAITE: GURNEY PLANEA UN GOLPE DE ESTADO MILITAR” aparecía a lo largo de la parte inferior de la imagen. “… una idea terrible”, continuó Waite con gesto inexpresivo. El texto de la parte inferior cambió a: “DIMITE COMO PRESIDENTE DEL ESTADO MAYOR CONJUNTO”. “No obstante, si es así como el pueblo estadounidense decide ejercer sus derechos constitucionales, la obligación de los militares es saludar y a la vez decir: ‘Sí, señor; sí, señora’.”
Lon —dijo despacio Bridgeport—, ¿lo has hecho? —El presidente no había comentado nada sobre los planes militares con él, pero le miró y Bridgeport pudo leer la respuesta en su cara—. Será mejor que hagas las maletas —le dijo a Gurney; su sonrisa se había desvanecido y su voz era de repente la del político experimentado que explica la realidad a un novato despistado—. Van a acabar poniendo tus tripas sobre una tostada.
Un presidente con un fuerte respaldo por parte del público o del Congreso podría haber sobrevivido a las noticias, pero Gurney no contaba con ninguno de ellos. A las diez en punto de esa mañana, un macilento presidente de la Cámara de Representantes anunció que se dejaban de lado otros asuntos menos importantes para someter a debate la posibilidad de iniciar un proceso de destitución y enjuiciamiento contra Gurney. Al final de ese día nadie dudaba de que la propuesta sería aprobada, y un recuento en el Senado dejó claro que a la acusación le seguiría una condena. Esa noche Gurney ordenó a su secretario de prensa que anunciara su dimisión y huyó del país en un jet privado.
El presidente Bridgeport juró el cargo unos minutos antes de la medianoche del 12 de noviembre, y en su discurso inaugural hizo un llamamiento a la unidad para conseguir que la nación levantara cabeza. Aunque su popularidad era alta, el mensaje cayó en saco roto. Para la gran mayoría de los estadounidenses, la intentona golpista de Gurney había sido la gota que colmaba el vaso, y los medios de comunicación compararon los esfuerzos de Bridgeport por reavivar el sentimiento patriótico con los intentos de Gorbachov de insuflar vida al comunismo en los estertores de la Unión Soviética. Ni siquiera sus órdenes ejecutivas para traer de vuelta a las últimas tropas estadounidenses desplegadas en el extranjero y desguazar la obsoleta flota de portaaviones sirvieron de nada para modificar los términos del debate.
Poco más había que Bridgeport pudiera hacer, porque el gobierno federal se estaba desmoronando a su alrededor. El colapso del dólar hizo que los sueldos de los funcionarios valieran poco menos que nada, y eso cuando los menguantes ingresos vía impuestos permitían al gobierno pagarlos, de modo que la mayoría de los funcionarios federales fueron simplemente dejando sus trabajos. Mientras tanto, a medida que el dólar estadounidense se acercaba día a día al momento en que su valor final fuese cero, una pragmática mezcla de trueque, vales estatales y dólares canadienses se convirtió en el medio de intercambio en gran parte del país.
El primer estado en ratificar la 28.ª enmienda, en lo que constituyó una fina ironía, fue Carolina del Sur, el mismo que fue el primero en escindirse en 1861. La convención de ratificación se celebró en Charleston el 6 de diciembre, y tardó menos de tres horas en observar todas las formalidades y votar a favor de la ratificación; la multitud cantó “The Bonnie Blue Flag” hasta bien entrada la noche. Dos días después se reunió la convención de Colorado, y aunque tardó algo más —una facción unionista luchó con fuerza—, el resultado fue el mismo. Antes de que Colorado votase, tuvo lugar la convención de Michigan, que sorprendió a los observadores al votar contra la ratificación. Al día siguiente, Iowa y Nuevo México se reunieron y votaron a favor de ella.
Y así fue como sucedió, día tras día, semana tras semana. Un puñado de estados se resistieron a la tendencia, pero solo unos pocos, y la cifra total ascendió constantemente hasta alcanzar la cantidad crucial de 38 estados, tres cuartas partes del total. El 29 de enero, cuando la convención de Nebraska se reunió en Lincoln, el recuento estaba en 37 a favor y 9 en contra. Fue una reunión tranquila, al estilo de una de negocios. Después de que los delegados tomaran asiento y se abordasen los asuntos preliminares, por unanimidad, la convención dio por cerrado el debate y, sin mayores preámbulos, dio inicio la votación nominal. Por 118 votos frente a 32, la 28.ª enmienda fue ratificada y los Estados Unidos de América dejaron de existir.

* * *

Tres semanas después, Pete Bridgeport caminaba hacia el Capitolio para almorzar, saludando a los transeúntes en la avenida Pensilvania. Esos días, las puertas del Capitolio estaban sin vigilancia; se dirigió al ascensor y pulsó el botón de la planta de la cafetería del Senado. Ahora se había convertido en un restaurante, y servía la famosa sopa de alubias del Congreso y bocadillos bautizados con el nombre de los presidentes fallecidos para contribuir así a mantener encendidas las luces del viejo edificio. Bridgeport conocía a los habituales de la hora de la comida, pero esta vez se encontró con una multitud inesperada.
¡Pete! —Una senadora de Pensilvania (ex-senadora, se recordó Bridgeport a sí mismo) se acercó a saludarlo—. Llegas justo a tiempo —dijo—. Estamos inventando un país.
¿En serio?
Pidió una sopa y medio Harry Truman, pagó en dólares canadienses y se acercó a una larga mesa donde una docena de ex-senadores y ex-congresistas estaban sentados con sus almuerzos a medio terminar. Las palabras de la senadora no fueron una sorpresa. Nueva Inglaterra acababa de declararse una república, nueve estados sureños tenían delegados en Montgomery elaborando lo que los bromistas dieron en llamar “Confederación 2.0”, se habían proclamado las repúblicas de Texas y California, y se decía que Florida iba a seguir su ejemplo en breve.
La senadora le llenó el vaso.
Hemos estado toda la mañana en el Edificio de Oficinas del Senado hablando por teléfono con los estados. Los siete del Este que votaron contra la ratificación están con nosotros, y también Ohio y Delaware; ambos suspendieron sus convenciones una vez que la votación de Nebraska las hizo innecesarias. Nueva Jersey solo lo ratificó por lo ocurrido en Trenton y está de nuestra parte, y Kentucky se lo ha pensado y ha decidido que prefiere estar con nosotros a unirse al Sur. Así que lo que estamos diciendo es: de acuerdo, los demás no queréis la Unión, está bien, pero nosotros todavía la queremos.
¿Estáis pensando en utilizar el antiguo nombre? —preguntó Bridgeport.
Sonaría bien, ¿no? Mira, echa un vistazo al mapa.
Le mostró un mapa. Era el antiguo Estados Unidos con una nueva frontera demarcando doce estados en la mitad oriental del continente: desde Nueva York y el Atlántico Medio en dirección oeste a través de Ohio, Virgina Occidental, Kentucky, Illinois, Michigan y Wisconsin, enlazando el Atlántico, los Grandes Lagos y el alto Mississippi. Bridgeport se dio cuenta de que era una nación viable.
La senadora miró por encima de Bridgeport y saludó a alguien.
Hola, Leona. ¿Te importa traerte una silla?
Leona Price había sido delegada sin derecho a voto en el Congreso por el Distrito de Columbia, al que pertenecía Washington DC, y era una habitual a la hora de la comida en el Capitolio. La senadora le sirvió bebida y preguntó:
¿Qué hay del Distrito de Columbia?
¿Qué hay del estado de Columbia? —respondió Price.
Las conversaciones en la mesa se detuvieron un instante, pero solo un instante; las aspiraciones del distrito a convertirse en un estado habían sido de dominio público en el viejo Congreso.
Rhode Island nos ha dejado —dijo un congresista por Ohio—, así que sí, tenemos una vacante para un estado pequeño. ¿Quieres ocuparla?
Price sonrió.
Tengo que consultarlo con los ciudadanos, pero supongo que sí.
Un momento —dijo Bridgeport. Se levantó de la mesa, fue a ver a otro habitual de las comidas en el Capitolio, un antiguo miembro del personal del Senado, y habló con él en voz baja. El tipo abandonó el comedor y volvió cinco minutos después con un rollo de tela. Bridgeport se levantó y dijo:
¿Podemos hacer un poco de espacio por aquí en medio? Esto servirá.
El miembro del personal y él desenrollaron la tela. Trece estrellas en un círculo, trece barras rojas y blancas; una réplica para turistas de la bandera original estadounidense se extendía frente a ellos.
Fue un país muy hermoso —dijo Bridgeport—, cuando solo había trece estados y no intentábamos controlar al resto del mundo. Podría volver a ser un buen país.
Hará falta muchísimo trabajo, señor presidente —dijo la senadora por Pensilvania enfatizando las dos últimas palabras—. Un montón de trabajo.
Bridgeport se dio cuenta de que todos estaban mirándole, no solo los senadores y congresistas, sino también toda la gente que había en el comedor.
Lo sé —dijo—. ¿Por dónde empezamos? "
 
 
Espero que os haya gustado tanto como a mí (sobre todo al experto en la costa este :P)