Mientras tanto, en Estados Unidos había muy pocas
personas que tuvieran una idea clara de cuán mala era en verdad la situación.
Los principales medios de comunicación, tal y como habían estado haciendo
durante décadas, aceptaban acríticamente todo lo que provenía de la Casa Blanca
y del Pentágono. Algunos periódicos digitales contradecían todos y cada uno de
los detalles de la versión oficial, pero el ruido de fondo que se genera en
internet hacía muy difícil unir todas las piezas hasta poder formarse una imagen
cabal de la situación. Aun así, ya habían aparecido algunas grietas en el muro
de las negaciones. La fotografía del USS George Washington varado y
abandonado en un banco de arena frente a la costa keniata causó auténtica
sensación en internet, y dos miembros de la Cámara de Representantes habían
solicitado sesiones de control sobre la guerra, pero las cúpulas de ambos
partidos en la Cámara ignoraron la petición; a través del cargado aire de
finales del verano, empezó a extenderse el sentimiento de que algo estaba yendo
verdaderamente mal.
En la
Casa Blanca, el presidente Weed no necesitaba elucubrar ni adivinar nada. Los
informes de las fuerzas militares desplegadas en Kenia llegaban todos los días
por vía diplomática; cuando Nairobi cayó, después de una feroz batalla de tres
días cerca de Konza, se improvisó una nueva línea de comunicaciones desde Kimsu,
en el extremo occidental del país. Casi todas las noticias eran malas. Los
chinos habían enviado más aviones, así como sistemas de defensa antiaérea que
volvían muy peligrosas las incursiones de los B-52 desde la base de Diego García
(ya habían derribado dos bombarderos con misiles tierra-aire). Por consiguiente,
no había forma de mandar suministros a las fuerzas estadounidenses y sus aliados
keniatas, y tampoco era posible enviar una segunda flota, ya que los misiles de
crucero chinos estaban al acecho y la pérdida de la superioridad aérea hacía que
el transporte por aire fuera algo igualmente problemático.
—Intentamos enviar drones Predator contra sus sistemas
de defensa aérea por radar, pero fueron descubiertos y destruidos —explicó el
director de la CIA—. La tecnología china está a la misma altura que la
nuestra.
Lo que
no dijo, pero Weed sabía perfectamente, era que en ese momento la tecnología
china era mejor que su equivalente norteamericana, y que al menos media docena
de países disponían de esa misma ventaja. Sin embargo, el motivo no era un
misterio: casi todos los altos cargos que estaban en la habitación, empezando
por el propio presidente, habían estado recibiendo donaciones a cambio de
promover o aprobar programas militares más beneficiosos económicamente para la
industria que útiles para el propio ejército.
—Que si
los chinos esto, que si los chinos lo otro… —dijo la consejera de Seguridad
Nacional—. Hemos estado hablado de ellos cada minuto desde que esto empezó.
Necesitamos hacer algo, no hablar.
El
vicepresidente, que estaba sentado junto a ella, asintió, y el presidente
inclinó la cabeza para escucharla.
En ese
instante, el secretario de Defensa decidió que ya había tenido suficiente.
Arrojó su carpeta de informes sobre la mesa, empujó la silla y se
levantó.
—Estáis
locos, y lo digo completamente en serio. Desde el primer día habéis actuado como
si nada pudiese ir mal, y cuando ha ido mal, habéis intentando jugar al doble o
nada. —Se volvió hacia el presidente y dijo—: Jim, mañana tendrás mi renuncia
por escrito.
—Bill
—masculló Weed—. Por Dios, ¡ahora no!
—Razones
personales —dijo el secretario—. Problemas de salud. Te daré todos los motivos
razonables que quieras, pero considérame fuera.
Sonó un
portazo detrás de él unos instantes después.
* * *
Los marines que estaban en el perímetro de vigilancia
fueron los primeros en avistar a los mensajeros, que caminaban enarbolando una
bandera blanca por la carretera principal que conducía a Kitale. La noticia se
comunicó por radio unos minutos después al cuartel general de la ciudad de
Endebess, situada aún más al oeste, en las faldas del imponente monte Elgon. La
respuesta llegó de inmediato: “Coged un artillado y traedlos aquí”. Aunque a los
marines les quedaban muy pocos y el combustible era escaso —al igual que la
munición, la comida y todo lo demás—, se las arreglaron para reunir suficiente
gasolina para el trayecto y enviar a los mensajeros al cuartel
general.
El
vehículo derrapó hasta detenerse frente a un colegio de primaria confiscado poco
tiempo atrás. El teniente general Jay Seversky, el comandante norteamericano,
saludó con desgana a los emisarios. Después de las presentaciones, el coronel
tanzano que lideraba el grupo dijo:
—Creo que
sabe por qué estoy aquí, general. Usted y sus hombres han combatido muy bien,
pero... —Se encogió de hombros—. Ya no hay nada que puedan hacer. El alto mando
de la coalición ha ordenado el asalto final a sus posiciones. No le diré cuándo,
pero será pronto. Quizás aguanten. Quizás resistan también el siguiente. Pero...
—Se volvió a encoger de hombros—. Todos sabemos cómo acabará esto. Es solo una
cuestión de cuántas vidas estén dispuestos perder.
Seversky
asintió.
—Me
figuro que tiene una propuesta.
—Por
supuesto.
El
coronel sacó un sobre de su chaqueta y se lo extendió. Seversky lo abrió, echó
un vistazo a la hoja de papel y volvió a asentir.
—Necesito
tiempo para consultarlo con mis ayudantes.
—Por
supuesto —dijo de nuevo el coronel—. ¿Veinticuatro horas? Creo que podemos
esperar ese tiempo.
Una vez
que los hombres se fueron, Seversky volvió a coger la hoja de papel. Los demás
oficiales de su Estado Mayor y los comandantes de las cuatro divisiones estaban
esperando. Se fueron pasando la hoja hasta que esta hubo recorrido toda la
mesa.
—¿Se sabe
algo de Washington? —preguntó Tom Blumenthal, el comandante de la 101ª División
Aerotransportada.
Seversky
suspiró.
—Están, y
cito textualmente, “evaluando las opciones para el envío de una fuerza de
auxilio”.
—Es
decir, que esos malnacidos no pueden hacer una mierda —dijo Blumenthal. Nadie le
discutió el comentario.
Durante
un buen rato nadie dijo nada. Todos miraban a Blumenthal; un instante después,
Seversky adivinó la razón. La 101ª Aerotransportada. La batalla de las Ardenas.
“Y un
huevo”.
Blumenthal se aclaró la garganta.
—Si
pensara por un solo momento que tenemos posibilidades de ganar —dijo—, diría que
debemos luchar hasta el último hombre, pero... —bajó la vista— esto no es el
cerco de Bastogne y Patton no está de camino. Creo que nos tenemos que enfrentar
al hecho de que hemos sido derrotados.
La
noticia de la rendición de las fuerzas estadounidenses llegó a la Casa Blanca
media hora antes de que la difundieran todos los medios internacionales. Era la
mañana de un martes de septiembre y el aire traía los primeros aromas del otoño.
Weed miraba fijamente por el ventanal del Despacho Oval, deseando poder irse a
pescar y realizar ese viaje que había preparado desde hacía meses. Imposible, al
menos de momento. Con voz grave, se dirigió a su secretario de prensa y le dijo
que citase a los medios para una importante comparecencia a las seis de esa
tarde.
Pero
antes tendría que afrontar noticias aún peores.
* * *
A las dos de la madrugada, hora local, fuerzas
especiales chinas salían por la escotilla de un submarino en mitad del océano
Índico y se acomodaban en botes hinchables, indetectables para el radar. Una
hora después, se arrastraban por una playa pobremente vigilada cerca del extremo
meridional de Diego García y se escondían en la densa selva del interior. Las
armas con silenciadores y las cargas explosivas pasaron de mano en mano a medida
que los cuatro grupos de ataque se preparaban para la misión. Los primeros
artefactos detonaron sin previo aviso; para cuando la guarnición se dio cuenta
de lo que estaba pasando, las fuertemente defendidas estaciones de radar de la
isla estaban destruidas. Diez minutos después, una oscura forma alada —el
primero de una docena de transportes de tropas indetectables cargados de
soldados del Ejército de Popular Liberación— surgió de la oscuridad para
aterrizar en la recién capturada carretera. Para la madrugada, toda la isla
estaba en manos de los chinos.
Según se
iban conociendo los detalles en la Sala de Crisis de la Casa Blanca, lo único
que al presidente Weed le rondaba por la mente era una sensación de absoluta
incredulidad. Diego García era el centro neurálgico de todas las fuerzas
estadounidenses presentes en el Índico, un centro logístico y de inteligencia
clave, además de la base desde la que los B-52 podían atacar desde África hasta
el sudeste asiático. Perder Tanzania había sido un problema, perder Kenia había
desencadenado una crisis, pero perder Diego García era… Meneó la cabeza en un
intento por reflexionar.
—¿Señor?
—Un ayudante había entrado—. La conferencia de prensa.
—Sí, sí.
Por supuesto.
Aspiró
profundamente y se dirigió a la puerta.
Fue sin
duda uno de los mejores discursos de toda la carrera política de Jameson Weed.
De manera improvisada —antes, mientras estaba sentado en el Despacho Oval, había
elaborado un esquema mental, pero eso había sido antes de conocer las noticias
sobre Diego García, y ahora ya estaba caminado hacia el atril— describió la
situación, explicó lo que había ocurrido en Kenia, denunció en términos muy
duros la actitud china y anunció la pérdida de Diego García.
—Esperemos que la República Popular China no se
equivoque —dijo—. Estados Unidos no dejará sin respuesta esta agresión
infundada. Responderemos con toda la fuerza a nuestra disposición. No se ha
descartado ninguna opción... —se inclinó hacia adelante, ojeroso y amenazante—:
Ninguna en absoluto.
Media
hora más tarde, la embajada estadounidense en Beijing informó de los detalles al
gobierno chino: a menos que China retirara sus fuerzas de África oriental y de
la base de Diego García, Estados Unidos tomaría represalias con armas nucleares
tácticas. La respuesta china no se hizo esperar y se difundió públicamente. Ante
una multitud de periodistas, el primer ministro chino informó con aspereza al
mundo de que su país nunca cedería a las amenazas y de que cualquier ataque
contra territorio chino o contra fuerzas armadas chinas recibiría la
correspondiente respuesta. Mientras hablaba, los diplomáticos chinos les dejaron
claro a sus homólogos estadounidenses que “la correspondiente respuesta”
conllevaba el lanzamiento de misiles balísticos intercontinentales contra las
ciudades estadounidenses.
Esa
noche, el presidente ruso compareció ante las pantallas de televisión de todo el
planeta. Con franqueza eslava, dejó de lado las evasivas que los otros líderes
habían usado en público.
—La
Federación Rusa ha sido informada de que Estados Unidos ha amenazado a China con
un ataque nuclear. Dichas amenazas son inaceptables en el mundo actual. Por
tanto, es mi deber señalar que los tratados firmados entre la Federación Rusa y
la República Popular China nos obligan a responder con nuestro arsenal nuclear
si esta última es atacada con armas nucleares.
* * *
Cualquiera que viviera los tres días siguientes jamás
los olvidaría. Siete mil millones de personas que habían llegado a pensar que
las nubes con forma de hongo solo eran un mal recuerdo de la Guerra Fría,
tuvieron de pronto que enfrentarse a la perspectiva de una guerra nuclear
inminente. Las palabras desafiantes de Washington, las orgullosas refutaciones
de Beijing y la frenética actividad diplomática de las Naciones Unidas daban una
idea del pánico que se apoderó de todo el planeta. Las palabras del emperador de
Japón, transmitidas en directo a una audiencia mundial (“Japón es, de entre
todas las naciones del mundo, la única que ha sufrido un ataque con armas
nucleares, y es nuestro deseo más profundo que ninguna otra nación comparta ese
mismo destino amargo. Les pedimos —no, les suplicamos— a los líderes de las
potencias enfrentadas que den un paso atrás y se alejen del borde de ese
terrible abismo”), reflejaron el sentir de miles de millones de personas.
Mientras tanto, en los silos de misiles balísticos, las bases de bombarderos y
los submarinos, hombres y mujeres jóvenes aguardaban órdenes que, en cualquier
caso, significarían el fin del mundo.
En
Estados Unidos, los planes de protección civil, que se remontaban a la
administración Eisenhower, fueron desempolvados y activados. Uno de ellos
disponía que el Sistema Nacional de Defensa de Autopistas Interestatales —más
conocido como “vías libres nacionales”— fuera cortado al tráfico de vehículos
civiles. Había buenas razones prácticas para dar ese paso, pero nadie había
pensado en lo que pasaría cuando millones de estadounidenses trataran de huir de
los objetivos urbanos y se encontraran barricadas en las autopistas. El primer
día de la crisis, la mayoría de la gente estaba demasiado aturdida para hacer
otra cosa que seguir las instrucciones que los medios de comunicación repetían
constantemente —“quédese en casa”, “busque refugio”, “está más seguro en casa
que fuera”—, pero la noche siguiente hizo que las dudas
aumentaran.
A la
mañana siguiente, los habitantes de las grandes ciudades de todo Estados Unidos
trataron de huir. Las calles se llenaron rápidamente, generando gigantescos
atascos de más de sesenta kilómetros en que los parachoques de los coches
tocaban los de los que tenían delante y detrás. Inevitablemente, quienes veían
que esa ruta estaba bloqueada lo intentaban por las autopistas, y ahí se
encontraban con barricadas custodiadas por policías, unidades de la Guardia
Nacional y tropas del Departamento de Seguridad Nacional equipadas con las
armaduras negras de los antidisturbios. El punto álgido llegó con la puesta del
sol en Trenton, Nueva Jersey, donde una multitud aterrada, convencida de que los
misiles estaban ya en camino, trató de saltar las barricadas en la avenida John
Fitch. Entre la multitud alguien tenía un arma de fuego, se oyeron disparos, un
oficial de la Seguridad Nacional sin experiencia entró en pánico y ordenó a sus
tropas abrir fuego. Cuando se dejaron de oír los disparos, treinta y siete
civiles yacían muertos y más de cien estaban heridos.
El
gobierno trató de impedir que se difundiese la noticia de la que vendría en
llamarse “matanza de Trenton”. Los medios de comunicación ya habían sido
sometidos a la censura propia de las épocas de guerra y las redes sociales
fueron presionadas para suprimir cualquier referencia al tiroteo tan rápido como
aparecían, pero el correo electrónico y los teléfonos eran más difíciles de
controlar. Peor aún, la falta de una información precisa alimentaba rumores
terroríficos. Mientras los estadounidenses se acurrucaban en refugios
improvisados a lo largo y ancho de todo el país, resultaba demasiado fácil creer
cualquier cosa de un gobierno dispuesto a sumir al mundo en una guerra nuclear.
En el proceso, para muchísimos norteamericanos, Estados Unidos dejó de ser
“nosotros” y se convirtió en “ellos”.
Aquello
traería aparejadas consecuencias enormes en un futuro cercano, pero también hubo
otras más inmediatas. En Austin, esa noche, tras una avalancha de llamadas de
electores preocupados, el gobernador de Texas hizo uso de su poder ante la
compañía telefónica y consiguió línea para hablar con un amigo suyo de Trenton,
quien le dio buena cuenta de lo que había sucedido. El gobernador pudo
imaginarse fácilmente lo que pasaría si un incidente similar ocurriera en la
orgullosa Texas, tan amante de las armas; su siguiente llamada fue al
Departamento de Seguridad Nacional.
El
oficial lo interrumpió a mitad de la frase con un desabrido
“nosotros-tenemos-nuestras-órdenes”, y la conversación degeneró en una discusión
a voz en grito. El gobernador colgó de malas maneras el teléfono y soltó una
blasfemia que dejó atónitos a sus ayudantes. Se levantó bruscamente de la mesa,
empezó a pasearse por la habitación —una inequívoca señal de peligro que todo el
mundo en la oficina del gobierno estatal conocía y temía— y volvió a descolgar
el teléfono para llamar a un viejo camarada del ejército que por entonces era el
comandante de la Guardia Nacional de Texas y a un aliado político que era el
jefe de los Rangers de Texas. Ambos habían sido sometidos a la autoridad de
Seguridad Nacional mediante una orden ejecutiva mientras durase la crisis, pero
un choque entre las órdenes de Washington y las lealtades de Texas solo podía
tener un resultado.
A
continuación, el gobernador llamó de nuevo a Seguridad
Nacional.
—Escúchame, hijo de puta —dijo, ensartando el aire con
un dedo del tamaño de una salchicha—. Ya no tenéis ninguna potestad en mi
estado. La Guardia Nacional de Texas y los Rangers asumirán la seguridad pública
en este estado, bajo mi mando.
—No puede
hacer eso —balbuceó el oficial.
—¡Ponme a
prueba! —vociferó, haciendo otra peineta con el dedo—. Saca a tus matones de mi
estado en veinticuatro horas. ¿Me oyes? ¡En veinticuatro
horas!
Colgó
con violencia el teléfono. Minutos más tarde, desde otro teléfono, empezó a
llamar a colegas de copas suyos que resultaron ser también los gobernadores de
media docena de estados del Sur.
En todo
el país, cuando comenzaba el tercer día de la crisis nuclear y las noticias
sobre la matanza de Trenton ya se habían propagado, la misma situación se
repetía a muchas escalas diferentes, y el gobierno federal comenzó a perder el
control de sus fuerzas de seguridad. En algunos lugares, los agentes de policía
se negaron a defender las barricadas o simplemente las abrieron y dejaron cruzar
a la gente. En otras ciudades, la Guardia Nacional se quedó en sus cuarteles o
directamente se unió a la multitud llevándose consigo sus armas reglamentarias.
Texas estaba desafiando abiertamente al gobierno federal —el director de
Seguridad Nacional en ese territorio, después de multitud de llamadas frenéticas
a Washington, huyó a Denver—, y otros cuatro estados estaban a punto de unirse
al de la estrella solitaria.
Puede
que fuera esta dura realidad, sumado a las otras presiones a las que se
enfrentaba, lo que convenció a Jameson Weed de usar la única vía posible de
poner fin a la crisis. Esa noche, poco antes de la medianoche, se reunió con el
secretario general de las Naciones Unidas y acordaron decretar un alto el
fuego.
Las campanas de las iglesias repicaron toda la noche;
completos desconocidos se abrazaban y se besaban o hincaban las rodillas en el
suelo para rezar juntos, en función de sus inclinaciones; el boom de
natalidad registrado nueve meses más tarde reveló la cantidad de estadounidenses
que habían celebrado el descubrimiento de que la vida continuaría. En todo el
planeta, los equipos y tripulaciones de los silos de misiles, las bases de
bombarderos estratégicos y los submarinos suspiraron aliviados al comunicárseles
que el estado de máxima alerta había finalizado. En Estados Unidos, los escasos
efectivos de los cuerpos de seguridad y de la Guardia Nacional que todavía
defendían barricadas en autopistas o edificios gubernamentales abandonaron sus
puestos y se unieron a la alegre multitud. La amenaza de una guerra nuclear
había pasado.
Pese a
todo, mientras la fría y gris mañana se cernía sobre Washington, Jameson Weed
evaluó los restos de su mandato presidencial y, abatido, dejó caer la cabeza
sobre las palmas de las manos. Un equipo de negociadores saldría en breve hacia
Ginebra, al encuentro de sus homólogos chinos y tanzanos para alcanzar un
acuerdo de paz. No importaba lo aplicados e inflexibles que se mostraran allí
los diplomáticos estadounidenses; el presidente sabía que aquel tratado
significaría una amarga derrota para Estados Unidos, y su sólido conocimiento de
la política nacional le indicaba exactamente quién iba a ser culpado de
ello.
El
tratado, como se comprobó después, fue sorprendentemente indulgente. Ninguno de
los contendientes debía admitir ofensa alguna o pagar indemnizaciones; Estados
Unidos solo tenía que aceptar el nuevo statu quo en África oriental y
ceder sus derechos sobre Diego García —de todas maneras, propiedad del Reino
Unido— a la República Popular China. Dado que Estados Unidos no tenía forma
alguna de plantear exigencias, quedó claro que no había margen para sutilezas.
El tratado se firmó a comienzos de octubre y lo ratificó un sombrío Congreso
tres días después.
Sin
embargo, antes de que eso ocurriera, dos nuevos acontecimientos ahondaron la
crisis que atravesaba el país. El primero se produjo a raíz de la decisión de
una cadena de televisión de revelar la historia del desastre naval. En parte se
debió a una decisión política —la cadena tenía vínculos estrechos con el más
firme candidato presidencial del otro partido— y en parte a una decisión
puramente comercial del mundo mediático, pero en cualquier caso fue un duro
golpe para la moral nacional. La cadena encontró supervivientes de las
tripulaciones que habían sido evacuadas a Europa antes de la caída de Mombasa y
emitió el testimonio de analistas que llevaban décadas alertando a la marina de
la obsolescencia de los portaaviones en la era de los misiles de crucero. Por
supuesto, el resto del mundo mediático se unió enseguida al frenesí
informativo.
El
segundo evento fue todavía más demoledor. Conforme el mundo empezaba a hacerse a
la idea de que Estados Unidos ya no era la nación más poderosa del planeta, el
sector financiero empezó a vender activos valorados en dólares. La venta empezó
por los productos especulativos de más alto riesgo, pero se extendió rápidamente
al resto de los valores, hundiendo la cotización del dólar. Los intentos
desesperados de los bancos centrales por frenar el colapso de nada sirvieron
ante una espiral de pánico a medida que los inversores estadounidenses y de todo
el mundo se apresuraban a deshacerse de sus dólares a cualquier precio. Mientras
la moneda nacional se hundía respecto a otras divisas, el precio de la gasolina
se disparaba hasta los 12 dólares el galón y continuaba su ascenso a la vez que
muchos artículos de importación desaparecían de los estantes por su coste
prohibitivo.
Entonces, justo una semana antes de la firma del
tratado de paz, uno de los mayores bancos de inversión del país se declaró en
quiebra. Antes del estallido de la guerra, sus operadores bursátiles habían
hecho uso de sus conocimientos sobre la política norteamericana para iniciar una
actividad febril en el mercado de derivados financieros, comprando activos que
debían revalorizarse una vez que el cambio de régimen en Tanzania tuviera lugar.
La posibilidad de una derrota de Estados Unidos nunca se les pasó por la cabeza,
y el riesgo imprevisto los dejó irremisiblemente en números rojos. Los banqueros
pidieron entonces auxilio a Washington, solo para darse cuenta de que imprimir
miles de millones para un rescate bancario cuando el valor del dólar estaba en
caída libre no era la mejor opción. El siguiente viernes, después del cierre de
los mercados, un ejecutivo de Goldman Sachs anunciaba con aspecto macilento que
su firma estaba en quiebra y que iba a echar el cierre. En las seis semanas
siguientes, los índices bursátiles norteamericanos acumularon pérdidas medias
equivalentes a un tercio de su valor, volatilizándose así decenas de billones de
dólares en títulos y, con ellos, ocho compañías financieras consideradas
“demasiado grandes para caer”.
Sin
embargo, mucho antes de que este proceso concluyera, el país ya tenía un nuevo
presidente. Dos días después de la firma del armisticio, al mismo tiempo que
aviones repletos de prisioneros de guerra norteamericanos despegaban de Nairobi
rumbo a casa, Jameson Weed compareció por última vez tras el atril presidencial
para anunciar su dimisión. Su discurso final fue sencillo y solemne: asumió por
entero la responsabilidad de los errores cometidos durante su mandato, expresó
su total confianza en su vicepresidente y sucesor y, expresó su deseo de que
Dios bendijera a la nación. Tras la comparecencia, el ex-presidente Weed se
retiró a sus aposentos, sacó un revólver del cajón de su escritorio y se
descerrajó un tiro en la sien.
* * *
El nuevo presidente, Leonard Gurney, probablemente no
era el mejor candidato para la difícil tarea que tenía de repente por delante.
Lo deseable hubiera sido un comunicador talentoso con dotes para detectar y
moldear el pulso de la opinión pública, pero Gurney carecía por completo de
tales aptitudes. Vástago de una rica familia y encumbrado con el objetivo de
conciliar las distintas facciones de su partido, Gurney apenas comprendía los
entresijos de la política práctica ni tampoco la grave situación en que la
guerra de África oriental y las consecuencias posteriores habían sumido al
pueblo norteamericano. Sus prioridades eran restablecer la autoridad del poder
ejecutivo y financiar la reconstrucción de un aparato militar que permitiera a
Estados Unidos recuperar el liderazgo que China le había arrebatado y, con ello,
su papel de amo y señor del mundo.
Era un
programa irremisiblemente desvinculado de la realidad de los tiempos que
corrían. Multitudes enfervorizadas dieron la bienvenida en Beijing a un nuevo
orden internacional en el que Estados Unidos ya no constituía la única
superpotencia mundial, y en el que incluso cabía la posibilidad de que pronto
dejara de serlo. Como consecuencia de la guerra en África oriental, un creciente
número de antiguos aliados de Estados Unidos invitaron a las tropas
norteamericanas estacionadas en su territorio a abandonar el país al tiempo que
se ofrecían a los chinos. En realidad, entre la caída de los ingresos fiscales,
el hundimiento del dólar y la tendencia a la baja del mercado de letras del
Tesoro —los T-bills—, Estados Unidos no podía mantener por más tiempo las
bases que tenía a lo largo y ancho del mundo, ni tampoco los grupos de
portaaviones que un día fueran la piedra angular de su poder militar, pero que
ahora resultaban tan obsoletos como un buque de guerra de vapor. Gurney y sus
asesores, incapaces de comprenderlo, solicitaban dinero a los ciudadanos de una
nación al borde de la bancarrota para financiar proyectos militares grandiosos
que pudieran reavivar el poderío estadounidense, mientras China desguazaba su
único portaaviones y lo reemplazaba por una flota de barcos pequeños y veloces
de bajo presupuesto, una decisión que sería adoptada por otras potencias
emergentes como India y Brasil.
Peor
aún, los esfuerzos del gabinete de Gurney coincidieron en el tiempo con un
momento en que los problemas económicos ocupaban un lugar cada vez más central
en la vida de los ciudadanos. El colapso del dólar y el acusado descenso de las
importaciones paralizaron la economía de ambas costas y, a pesar de que los
estados del Medio Oeste agrícola estaban experimentando un modesto boom y
florecían industrias manufactureras que antaño no habían sido competitivas en el
mercado interior, este leve repunte de la actividad económica no era capaz de
compensar el empobrecimiento de decenas de millones de norteamericanos cuyo
sustento dependía de una manera u otra de un sistema financiero en pleno
declive. Desde jubilados con ingresos fijos hasta familias acomodadas con
patrimonios heredados —todos aquellos cuya riqueza se basara en activos
fiduciarios— se encontraron de pronto sumidos en la pobreza.
Si bien
antes de la guerra ya había campamentos de gente sin techo en los suburbios de
las mayores ciudades norteamericanas, su número —y el de sus habitantes— se
disparó cuando el otoño dio paso al invierno. Relatos sobre muertes por
hipotermia y desnutrición comenzaron a aparecer en los medios. El colapso de la
economía, añadido a la derrota en la guerra, a la matanza de Trenton y a la
completa desconexión entre las acciones de la administración y la realidad de la
posguerra, sumió al país en una crisis de legitimidad, una crisis de la que
Gurney y sus asesores no parecían percatarse en absoluto. Discurso presidencial
tras discurso presidencial insistiendo en que la solución a la crisis económica
vendría de la creación de puestos de trabajo relacionados con la defensa y la
recuperación del poder estadounidense en el mundo, no hacían otra cosa que
generar resentimiento y, peor aún, desafección.
A falta
de un liderazgo sólido en la Casa Blanca, la presión sobre el Congreso para que
este hiciera algo —o al menos lo aparentase— por solucionar el rápido aumento de
la pobreza resultaba cada vez más difícil de obviar. La falta de entendimiento
entre ambos partidos, instigada por unos electores que premiaban las posturas
más intransigentes, proseguía, y a pesar de que los discursos continuaban
subiendo de tono con el agravamiento de la crisis,
había pocas soluciones de calado que fueran aceptables para ambas partes.
Mientras que un partido insistía en incrementar el gasto público y el otro lo
hacía en bajar los impuestos, el hundimiento del mercado de letras del Tesoro
dejaba claro que los días del crédito fácil y el consumo no podrían volver sin
convertir el hundimiento del dólar en una espiral de la
muerte.
Fue así,
fruto de la desesperación que suscitaba esta situación de punto muerto, que se
aprobó la Ley por la Nueva Prosperidad Americana (LNPA), redactada por una
comisión formada por miembros de ambos partidos. Aunque era más gruesa que el
listín telefónico de Los Ángeles y estaba repleta de dádivas y prebendas a una
plétora de intereses creados y “causas solidarias” para mayor lucimiento de las
estrellas mediáticas, la nueva ley también propugnaba la creación de un amplio
programa de asistencia social, cuyo coste sería sufragado prácticamente en su
totalidad por los estados.
Los
unfunded
mandates
(programas federales impuestos a los estados sin que Washington aportara fondos
para su implantación) eran la manzana de la discordia desde hacía décadas. La
LNPA no era especialmente gravosa en comparación con otros programas anteriores,
pero fue promulgada cuando numerosos estados había suspendido el pago de su
deuda y algunos se encontraban en dificultades incluso para pagar las nóminas.
Los gobiernos estatales presionaron en vano para impedir la aprobación de la
LNPA; la ley fue aprobada por la Cámara de Representantes en enero, ratificada
en el Senado a comienzos de marzo y firmada por el presidente unos días después.
La semana siguiente, la asamblea legislativa de Arkansas adoptaba por unanimidad
el acuerdo de convocar una convención constitucional con el objetivo de aprobar
una enmienda que ilegalizara todos los programas federales que no contaran con
financiación.
* * *
La reacción inicial del establishment de
Washington y de los medios de comunicación ante el proyecto de ley aprobado por
Arkansas fue mofarse de él. La Constitución estadounidense concedía a las
asambleas estatales la facultad de convocar una convención constitucional si dos
tercios de los diputados respaldaban la propuesta, e incluso permitía aprobar la
enmienda si tres cuartas partes de los estados le daban el visto bueno, pero
nunca se había hecho uso de esta potestad; había pasado más de un siglo desde el
último intento. La burla más común al respecto en los debates televisivos
especulaba sobre la posibilidad de volver a redactar la Constitución en el
dialecto de Arkansas.
A la
semana siguiente, Montana y New Hampshire aprobaron resoluciones idénticas, así
que las chanzas cesaron al instante. Expertos de toda índole hacían
declaraciones tratando de explicar que la reforma de la Constitución era en
cualquier caso una potestad del Congreso. Los datos que reflejaban algunas
encuestas manipuladas insistían en que la mayoría de los norteamericanos se
oponían a la convención, pero las asambleas estatales hicieron caso omiso de
ellos: tenían sus propios medios para evaluar el sentir de la opinión pública, y
lo que detectaron fue que los ciudadanos ansiaban que la Constitución fuera
enmendada. Además, ya no se trataba solo de la imposición de programas federales
sin fondos, sino que en el último año había arraigado entre los ciudadanos la
percepción de que el sistema estaba corrompido de arriba abajo y de que
necesitaba algo más que un cambio cosmético.
Cuatro
estados más apoyaron la convocatoria de una convención constitucional una semana
después, y otros cinco lo hicieron la siguiente. En ese punto, los gobiernos
estatales, viendo que la posibilidad de forzar un cambio de calado estaba en sus
manos, dieron rienda suelta a sus anhelos. Pasadas otras dos semanas, solo
faltaban unos pocos votos más para alcanzar el mágico número de treinta y cuatro
estados favorables a la convención.
En ese
momento el Congreso entró en pánico, abrogó la LNPA y empezó a redactar una
enmienda propia que limitaría, pero no prohibiría, los programas federales
desprovistos de fondos. Sin embargo, fue un gesto que se quedó muy corto y que
llegaba tarde: la idea de que la Constitución necesitaba una revisión a fondo
cobraba cada vez más fuerza; los políticos de todos los estados apoyaban una
reforma u otra, y a la agitación se unieron incluso algunos miembros de la
Cámara de Representantes capaces de notar en qué dirección soplaba el viento
político. El presidente Gurney criticó repetidamente la celebración de una
convención constitucional en sus discursos semanales colgados en la página web
de la Casa Blanca, pero tenían escasos lectores.
El 24 de
abril, Oregón se convirtió en el trigésimo cuarto estado en apoyar la
convocatoria de la convención, y otros cinco estados se unirían a él a lo largo
del mes siguiente, impidiendo así cualquier argucia legal en su contra. El
gobierno federal intentó que la convención se celebrara en Filadelfia, pero no
lo logró; los delegados se reunirían en Saint Louis, en el estado de Missouri, a
principios de septiembre. El Congreso ejerció su derecho a decretar que
cualquier nueva enmienda debía ser ratificada mediante referéndums en tres
cuartas partes de los estados, en lugar de ser aprobada por tres cuartas partes
de las asambleas estatales, con la esperanza de que eso dificultara que los
gobiernos estatales se hicieran con el poder. Meses más tarde se demostraría el
garrafal error de cálculo que esta medida suponía.
Los
mítines, discursos y manifestaciones marcaron unos comicios que, estado a
estado, condujeron a la elección de los 250 delegados llamados a reinventar la
Constitución. Más de doscientos libros abogando por una u otra reforma vieron la
luz durante aquellos meses de frenesí, y ciudadanos de todo el espectro
político, incluidos los identificados con las más disparatadas fantasías
progresistas y liberales, depositaron esperanzas extraordinarias y a la vez
incompatibles en la convención. Años más tarde, los mentideros alimentaron el
rumor de que habían sido los grandes partidos nacionales los que habían
fomentado esa proliferación de puntos de vista extremistas y facilitado la
elección de delegados radicales, con la esperanza de conseguir así bloquear la
convención. De ser ello cierto, constituyó un error de cálculo aún
mayor.
* * *
La convención constitucional [repárese en la similitud
con la Convención de Filadelfia de
1787;
n. de los t.] inició
sus sesiones el 5 de septiembre, en medio de un gran despliegue de los medios de
comunicación internacionales. Al principio todo fue como la seda; la enmienda
destinada a prohibir los programas federales sin fondos, así como otras medidas
contra los abusos del poder federal contra los estados, fueron discutidas y
aprobadas sin dificultad. Los líderes de las facciones más moderadas trataron entonces de que se
pusiera punto final a la convención y de que se decretara que era el momento de
volver a casa.
La
moción fue rechazada por una mayoría aplastante. La mayor parte de los delegados
que se habían desplazado a Saint Louis, así como la mayoría de sus electores,
querían más, mucho más. Así, conforme la convención proseguía, las dificultades
empezaron a aflorar, constatándose así que las aspiraciones de la gente diferían
tanto que encontrar puntos en común era imposible. Los estados republicanos
querían reforzar el derecho a tener armas, mientras que los estados demócratas
lo querían erradicar. Algunos querían salvaguardar a toda costa el derecho a
decidir sobre el aborto, mientras que otros exigían una enmienda que garantizase
los derechos del feto. Prácticamente cualquier cisma social que existiera en el
seno de la sociedad estadounidense salió a relucir en los debates. Otras
propuestas polémicas, como imponer férreos límites al poder del presidente para
impulsar acciones de guerra sin el visto bueno del Congreso, limitar
estrictamente la potestad de este último para aprobar leyes sin el
consentimiento de los estados y sus ciudadanos, así como muchas otras
iniciativas, vinieron a añadirse a las discrepancias ya existentes y encendieron
aún más los debates.
Se daba
la circunstancia de que los delegados de la convención se sentaban por estados,
en orden alfabético. Así, una de las delegadas por Utah se sentaba junto a otro
que lo era por Vermont. Al final de la tarde del 18 de septiembre, tras un día
de debates encarnizados, la delegada por Utah se recostó en la silla y dijo con
hastío:
—Tengo
una idea. ¿Por qué no disolvemos la Unión para que cada uno pueda tener lo que
quiere?
—Podría
aceptarlo —soltó el delegado por Vermont.
Ella se
quedó pensativa por un momento.
—Estoy
empezando a pensar que bastantes de nosotros podríamos
hacerlo.
Ambos
trabajaron en los detalles de esa idea en la vacía sala de reuniones,
acompañados de comida tailandesa para llevar. Ambos eran licenciados en derecho
y tenían un ejemplar de la Constitución con todas las enmiendas que habían sido
distribuidas entre los delegados, de modo que no les llevó demasiado tiempo
redactar lo que terminaría siendo la 28.ª enmienda:
Art. 1: La Unión queda disuelta, y los estados tendrán
la libertad de decretar las medidas que crean convenientes para garantizar su
bienestar.
Art. 2: Todos los bienes del antiguo gobierno federal
en cada uno de los estados, en el momento en que esta enmienda sea ratificada,
pasarán a ser propiedad de dicho estado.
Art. 3: Todos los bienes del antiguo gobierno federal
fuera del territorio de la Unión serán repartidos con arreglo a acuerdos entre
los estados.
A la mañana siguiente, ambos delegados presentaron la
enmienda ante el comité pertinente. La respuesta fue un largo silencio lleno de
estupefacción. La enmienda cumplía todos los requisitos formales y sería
debatida al día siguiente. Mucho antes de que eso sucediera, todos los allí
presentes, desde los delegados hasta el personal de cocina del centro de
convenciones, tuvieron la sensación de que algo extraordinario había ocurrido.
Se había cruzado una línea y ya no había marcha atrás.
En cuestión de horas, gracias a los medios de
comunicación que informaban minuto a minuto desde Saint Louis, la noticia sobre
la propuesta de disolver la Unión se propagó por el planeta como un reguero de
pólvora. La reacción más común fue desecharla y tomársela como una broma de mal
gusto. Un comentarista escribió esperanzado que el bulo podría provocar que la
convención entrase finalmente en razón. Unos pocos artículos detallaron la
biografía de los dos delegados que habían propuesto la medida, dándoles sus
primeros quince minutos de fama —volvieron a aparecer en las noticias dos años
después, esta vez en relación con su boda—, mientras los medios trataban de
centrarse en los temas que consideraban realmente
importantes.
Durante los días siguientes, sin embargo, la propuesta cobró vida
propia. A lo largo y ancho del país, en los bares, las salas de estar y los
grange halls, la gente no hablaba de otra cosa; reuniones públicas y mítines
atrajeron a grandes multitudes, y cada día que pasaba más personas respaldaban
la propuesta. Mientras tanto, el foro lanzado en internet para que el público comentara los debates de
la convención se colapsó tres veces en otras tantas horas, inundado de
comentarios sobre la disolución de la Unión. Para el 4 de octubre, el día en que
estaba prevista la votación de la propuesta en la convención, los comentarios en
el foro a favor de la disolución eran diez veces más numerosos que los de
quienes se oponían a ella.
Los
políticos y expertos estaban descubriendo para su horror lo que observadores más
perspicaces habían percibido mucho antes: que Estados Unidos hacía tiempo que se
había resquebrajado culturalmente y que el país solo permanecía unido porque el
poder del gobierno federal hacía que la secesión fuera algo inalcanzable. Ahora,
no obstante, lo impensable era una opción real. Cada región vio la oportunidad
de conseguir lo que quería sin tener que bregar con los enormes abismos
culturales del país; los estados occidentales, en los que hasta el 90 por ciento
de la tierra era propiedad del gobierno federal y, por tanto, estaba exenta de
impuestos y tributos estatales, echaron cálculos y vieron cuán fácilmente
podrían equilibrar sus presupuestos una vez que todos los terrenos cayeran en
sus manos; los políticos estatales más ambiciosos empezaron a soñar con dirigir
países independientes, y la idea de quitarse de encima la losa de la astronómica
deuda federal mediante la simple disolución del gobierno que cargaba con ella
rondaba por la mente de mucha gente. Para ellos y para muchos otros
estadounidenses, la disolución parecía ofrecer posibilidades deslumbrantes, y
pocos eran los que tenían en cuenta los enormes
inconvenientes.
La noche
del 3 de octubre, los detractores de la medida echaron cuentas y se percataron
de que carecían de los votos suficientes para evitar su aprobación. Gracias a
maniobras parlamentarias consiguieron aplazar la votación hasta el día
siguiente, pero eso no hizo más que desencadenar una reacción popular que
convenció incluso a los observadores más optimistas de que algo drástico estaba
en marcha. Previamente ya se habían convocado concentraciones para el 4 de
octubre, y estas crecieron en tamaño a medida que se fue sabiendo que la
votación había sido aplazada. Aquella noche, a lo largo de todo el país las
multitudes se congregaron y corearon consignas en la oscuridad iluminada por el
fuego. Saint Louis fue testigo de una de las mayores manifestaciones, con
muchedumbres gritando y marchando más allá del centro de convenciones durante
más de tres horas. Los delegados miraban el mar de caras preguntándose en qué
terminaría todo aquello.
La
votación sobre la propuesta de disolución de la Unión llegó finalmente el 6 de
octubre. A pesar de los exaltados alegatos de sus detractores, la propuesta se
aprobó por una amplia mayoría. Otra votación desestimó la enmienda que hubiese
servido para prohibir los programas sin fondos —a falta de un gobierno federal
esta propuesta era irrelevante— y una tercera votación puso punto final a la
convención. En el momento en que sonó el último mazazo dándola por finalizada,
la sala estalló en gritos airados y hubo forcejeos y empujones, pero la suerte
estaba echada: la que sería, en caso de ser refrendada, la vigésimo octava y
última enmienda a la Constitución iniciaba su andadura hacia la ratificación
final.
La
decisión del Congreso de exigir que las enmiendas fuesen ratificadas por
convenciones estatales en lugar de por las asambleas se estaba volviendo, pues,
en contra del establishment de la capital. La balanza de la lucha de
poder entre los estados y el gobierno federal se había inclinado en favor del
pueblo, y si los delegados que este eligiera para las convenciones de
ratificación apoyaban la disolución, no habría forma constitucional alguna de
detener la propuesta; por ley, una enmienda a la Constitución estadounidense
entraba en vigor en el mismo momento en que era ratificada, sin que fuera
necesario promulgar ninguna legislación adicional. A medida que las multitudes
marchaban, sin embargo, había al menos una persona que estaba planteándose hacer
caso omiso de la Constitución; y en teoría tenía el poder para
hacerlo.
* * *
El almirante Roland Waite, presidente del Estado Mayor
Conjunto, andaba con paso firme por un pasillo del Pentágono hacia “el tanque”,
la sala de conferencias insonorizada donde los miembros del Estado Mayor solían
reunirse. El vicepresidente y los altos mandos de las diferentes fuerzas armadas
estaban allí, pero también el DCI y el DNS, los directores de la CIA y la NSA
respectivamente, junto con los principales funcionarios de los organismos que
conformaban el poder ejecutivo. La mayor parte del poder que aún detentaba el
gobierno federal estaba concentrado en aquella habitación.
—¿Ha
visto al presidente? —preguntó el general Mendoza, comandante del Cuerpo de
Marines.
—Sí.
—Waite tomó asiento en una silla de la larga mesa ubicada en el centro de la
habitación—. Cada vez que voy allí estos días me pregunto si soy el único adulto
en el edificio. —El comentario provocó risas incómodas—. Sigue obstinado en una
respuesta militar —continuó Waite, y las risas cesaron—. Hoy me ha ordenado
literalmente “poner en marcha el asunto”: movilización de tropas, logística,
todo. Tiene a los del Departamento de Justicia trabajando en pretextos
legales.
—Los
necesitarán para imponer la ley marcial —dijo el general Wittkower, el
vicepresidente del Estado Mayor.
—No se
trata solo de la ley marcial. —Waite se inclinó hacia adelante—. Quiere todo el
país bajo un régimen militar. El Departamento de Seguridad Nacional está
confeccionando una lista de personas susceptibles de ser confinadas en campos de
internamiento, ese tipo de cosas.
—¡Santo
Dios! —dijo Wittkower—. Pretende dar un golpe de Estado.
—¿Creen
que podríamos lograr que triunfara? —preguntó Mendoza.
El
director de la CIA contestó.
—En el
mejor de los casos sí, pero ahora mismo tenemos que afrontar una gran
insurrección en el Oeste respaldada con armas y dinero por China; Beijing no
será tan estúpido como para perder una oportunidad como esa. ¿En el peor de los
casos? La Guardia Nacional y algunas unidades del ejército se pondrían del lado
de la Unión y tendríamos una nueva guerra civil, con China respaldando al otro
bando. ¿Podríamos ganar? Demonios, esa es una buena
pregunta.
—Eso ya
se planteó en 1861 —dijo Mendoza.
—En 1861
—terció Wittkower— una región quería escindirse y el resto del país dijo que no.
¿Y ahora? El Norte quiere deshacerse del Sur tanto como el Sur quiere hacerlo
del Norte, por no mencionar a los estados del Oeste. Me encantaría poder decir
que contamos con el ejército, pero lo que estoy oyéndole decir a nuestra gente
de seguridad no es nada bueno, y respecto a la Guardia Nacional es
peor.
—Parece
haber un montón de dinero apoyando la disolución —dijo Waite—. ¿Dinero
chino?
—Esa es
una buena pregunta —respondió el director de la CIA—. Estados Unidos se ha
creado un montón de enemigos, y China solo es uno más de ellos. Hemos intentado
rastrear los fondos, pero quienquiera que sea sabe cómo borrar sus
huellas.
—¿Qué
opina Wall Street de todo esto? —preguntó Wittkower.
—Depende
de a quién se lo preguntes —dijo uno de los civiles, un burócrata de carrera del
Departamento del Tesoro—. Algunas empresas están aterradas ante la perspectiva
de la disolución y otras están a la expectativa para sacar tajada. ¿Un gobierno
militar? Eso no sería un problema, ellos son conscientes de que pueden trabajar
con nosotros. La insurgencia o la guerra civil ya son otro asunto. Aunque
ganáramos, dicen, la conflagración arruinaría por completo nuestra economía y
pondría el resto del mundo en manos de Beijing. Y si no ganáramos acabarían
todos colgados de farolas, y lo saben.
—Justo al
lado de ti y de mí —dijo Mendoza. Nadie se rió; todos sabían que el comandante
de los marines tenía razón.
—Hete
aquí la cuestión que realmente importa. —Waite miró todas y cada una de las
caras alrededor de la mesa—: ¿Alguno de ustedes piensa que podemos conseguir que
esto funcione? —Nadie respondió. Tras una larga pausa, Waite dijo—: Bien. —Se
puso en pie—. Creo que todos sabemos qué es lo que viene a
continuación.
* * *
P. T. “Pete” Bridgeport se presentó a las ocho de la
mañana siguiente a su charla semanal con el presidente. Tras una brillante
carrera como senador durante tres legislaturas, se había convertido en la opción
más clara para asumir la vicepresidencia tras la dimisión de Weed. A Bridgeport
no le gustaba Gurney ni confiaba en él, pero la política es la política y un
trabajo es un trabajo; adoptó su sonrisa más amigable y cruzó la puerta.
Encontró al presidente mirando fijamente en dirección a una pantalla plana, con
la cara pálida y la expresión de un hombre recién
estrangulado.
—Santo
Dios, Lon —dijo Bridgeport—. ¿Qué es eso?
El
presidente permaneció con la mirada fija en la pantalla y no dijo nada.
Bridgeport se acercó para verlo por sí mismo. Un noticiario mostraba al
almirante Waite vestido de uniforme en uno de los despachos del Capitolio. El
texto “ALMIRANTE WAITE: GURNEY PLANEA UN GOLPE DE ESTADO MILITAR” aparecía a lo
largo de la parte inferior de la imagen. “… una idea terrible”, continuó Waite
con gesto inexpresivo. El texto de la parte inferior cambió a: “DIMITE COMO
PRESIDENTE DEL ESTADO MAYOR CONJUNTO”. “No obstante, si es así como el pueblo
estadounidense decide ejercer sus derechos constitucionales, la obligación de
los militares es saludar y a la vez decir: ‘Sí, señor; sí,
señora’.”
—Lon
—dijo despacio Bridgeport—, ¿lo has hecho? —El presidente no había comentado
nada sobre los planes militares con él, pero le miró y Bridgeport pudo leer la
respuesta en su cara—. Será mejor que hagas las maletas —le dijo a Gurney; su
sonrisa se había desvanecido y su voz era de repente la del político
experimentado que explica la realidad a un novato despistado—. Van a acabar
poniendo tus tripas sobre una tostada.
Un
presidente con un fuerte respaldo por parte del público o del Congreso podría
haber sobrevivido a las noticias, pero Gurney no contaba con ninguno de ellos. A
las diez en punto de esa mañana, un macilento presidente de la Cámara de
Representantes anunció que se dejaban de lado otros asuntos menos importantes
para someter a debate la posibilidad de iniciar un proceso de destitución y
enjuiciamiento contra Gurney. Al final de ese día nadie dudaba de que la
propuesta sería aprobada, y un recuento en el Senado dejó claro que a la
acusación le seguiría una condena. Esa noche Gurney ordenó a su secretario de
prensa que anunciara su dimisión y huyó del país en un jet
privado.
El
presidente Bridgeport juró el cargo unos minutos antes de la medianoche del 12
de noviembre, y en su discurso inaugural hizo un llamamiento a la unidad para
conseguir que la nación levantara cabeza. Aunque su popularidad era alta, el
mensaje cayó en saco roto. Para la gran mayoría de los estadounidenses, la
intentona golpista de Gurney había sido la gota que colmaba el vaso, y los
medios de comunicación compararon los esfuerzos de Bridgeport por reavivar el
sentimiento patriótico con los intentos de Gorbachov de insuflar vida al
comunismo en los estertores de la Unión Soviética. Ni siquiera sus órdenes
ejecutivas para traer de vuelta a las últimas tropas estadounidenses desplegadas
en el extranjero y desguazar la obsoleta flota de portaaviones sirvieron de nada
para modificar los términos del debate.
Poco más
había que Bridgeport pudiera hacer, porque el gobierno federal se estaba
desmoronando a su alrededor. El colapso del dólar hizo que los sueldos de los
funcionarios valieran poco menos que nada, y eso cuando los menguantes ingresos
vía impuestos permitían al gobierno pagarlos, de modo que la mayoría de los
funcionarios federales fueron simplemente dejando sus trabajos. Mientras tanto,
a medida que el dólar estadounidense se acercaba día a día al momento en que su
valor final fuese cero, una pragmática mezcla de trueque, vales estatales y
dólares canadienses se convirtió en el medio de intercambio en gran parte del
país.
El primer estado en ratificar la 28.ª enmienda, en lo que constituyó
una fina ironía, fue Carolina del Sur, el mismo que fue el primero en escindirse
en 1861. La convención de ratificación se celebró en Charleston el 6 de
diciembre, y tardó menos de tres horas en observar todas las formalidades y
votar a favor de la ratificación; la multitud cantó “The Bonnie Blue Flag” hasta bien entrada la noche. Dos días después se reunió la
convención de Colorado, y aunque tardó algo más —una facción unionista luchó con
fuerza—, el resultado fue el mismo. Antes de que Colorado votase, tuvo lugar la
convención de Michigan, que sorprendió a los observadores al votar contra la
ratificación. Al día siguiente, Iowa y Nuevo México se reunieron y votaron a
favor de ella.
Y así
fue como sucedió, día tras día, semana tras semana. Un puñado de estados se
resistieron a la tendencia, pero solo unos pocos, y la cifra total ascendió
constantemente hasta alcanzar la cantidad crucial de 38 estados, tres cuartas
partes del total. El 29 de enero, cuando la convención de Nebraska se reunió en
Lincoln, el recuento estaba en 37 a favor y 9 en contra. Fue una reunión
tranquila, al estilo de una de negocios. Después de que los delegados tomaran
asiento y se abordasen los asuntos preliminares, por unanimidad, la convención
dio por cerrado el debate y, sin mayores preámbulos, dio inicio la votación
nominal. Por 118 votos frente a 32, la 28.ª enmienda fue ratificada y los
Estados Unidos de América dejaron de existir.
* * *
Tres semanas después, Pete Bridgeport caminaba hacia el
Capitolio para almorzar, saludando a los transeúntes en la avenida Pensilvania.
Esos días, las puertas del Capitolio estaban sin vigilancia; se dirigió al
ascensor y pulsó el botón de la planta de la cafetería del Senado. Ahora se
había convertido en un restaurante, y servía la famosa sopa de alubias del
Congreso y bocadillos bautizados con el nombre de los presidentes fallecidos
para contribuir así a mantener encendidas las luces del viejo edificio.
Bridgeport conocía a los habituales de la hora de la comida, pero esta vez se
encontró con una multitud inesperada.
—¡Pete!
—Una senadora de Pensilvania (ex-senadora, se recordó Bridgeport a sí mismo) se
acercó a saludarlo—. Llegas justo a tiempo —dijo—. Estamos inventando un
país.
—¿En
serio?
Pidió
una sopa y medio Harry Truman, pagó en dólares canadienses y se acercó a una
larga mesa donde una docena de ex-senadores y ex-congresistas estaban sentados
con sus almuerzos a medio terminar. Las palabras de la senadora no fueron una
sorpresa. Nueva Inglaterra acababa de declararse una república, nueve estados
sureños tenían delegados en Montgomery elaborando lo que los bromistas dieron en
llamar “Confederación 2.0”, se habían proclamado las repúblicas de Texas y
California, y se decía que Florida iba a seguir su ejemplo en
breve.
La
senadora le llenó el vaso.
—Hemos
estado toda la mañana en el Edificio de Oficinas del Senado hablando por
teléfono con los estados. Los siete del Este que votaron contra la ratificación
están con nosotros, y también Ohio y Delaware; ambos suspendieron sus
convenciones una vez que la votación de Nebraska las hizo innecesarias. Nueva
Jersey solo lo ratificó por lo ocurrido en Trenton y está de nuestra parte, y
Kentucky se lo ha pensado y ha decidido que prefiere estar con nosotros a unirse
al Sur. Así que lo que estamos diciendo es: de acuerdo, los demás no queréis la
Unión, está bien, pero nosotros todavía la queremos.
—¿Estáis
pensando en utilizar el antiguo nombre? —preguntó
Bridgeport.
—Sonaría
bien, ¿no? Mira, echa un vistazo al mapa.
Le
mostró un mapa. Era el antiguo Estados Unidos con una nueva frontera demarcando
doce estados en la mitad oriental del continente: desde Nueva York y el
Atlántico Medio en dirección oeste a través de Ohio, Virgina Occidental,
Kentucky, Illinois, Michigan y Wisconsin, enlazando el Atlántico, los Grandes
Lagos y el alto Mississippi. Bridgeport se dio cuenta de que era una nación
viable.
La
senadora miró por encima de Bridgeport y saludó a alguien.
—Hola,
Leona. ¿Te importa traerte una silla?
Leona
Price había sido delegada sin derecho a voto en el Congreso por el Distrito de
Columbia, al que pertenecía Washington DC, y era una habitual a la hora de la
comida en el Capitolio. La senadora le sirvió bebida y
preguntó:
—¿Qué hay
del Distrito de Columbia?
—¿Qué hay
del estado de Columbia? —respondió Price.
Las
conversaciones en la mesa se detuvieron un instante, pero solo un instante; las
aspiraciones del distrito a convertirse en un estado habían sido de dominio
público en el viejo Congreso.
—Rhode
Island nos ha dejado —dijo un congresista por Ohio—, así que sí, tenemos una
vacante para un estado pequeño. ¿Quieres ocuparla?
Price
sonrió.
—Tengo
que consultarlo con los ciudadanos, pero supongo que sí.
—Un
momento —dijo Bridgeport. Se levantó de la mesa, fue a ver a otro habitual de
las comidas en el Capitolio, un antiguo miembro del personal del Senado, y habló
con él en voz baja. El tipo abandonó el comedor y volvió cinco minutos después
con un rollo de tela. Bridgeport se levantó y dijo:
—¿Podemos
hacer un poco de espacio por aquí en medio? Esto servirá.
El
miembro del personal y él desenrollaron la tela. Trece estrellas en un círculo,
trece barras rojas y blancas; una réplica para turistas de la bandera original
estadounidense se extendía frente a ellos.
—Fue un
país muy hermoso —dijo Bridgeport—, cuando solo había trece estados y no
intentábamos controlar al resto del mundo. Podría volver a ser un buen
país.
—Hará
falta muchísimo trabajo, señor presidente —dijo la senadora por Pensilvania
enfatizando las dos últimas palabras—. Un montón de trabajo.
Bridgeport se dio cuenta de que todos estaban
mirándole, no solo los senadores y congresistas, sino también toda la gente que
había en el comedor.
—Lo sé
—dijo—. ¿Por dónde empezamos? "
Espero que os haya gustado tanto como a mí (sobre todo al experto en la costa este :P)